Mitos
domingo, 9 de julio de 2006 by el paseante
Muchos telespectadores aplauden la belleza de Núria Solé, la nueva conductora de informativos en la televisión catalana. Nado contracorriente: prefería la mirada melancólica de su antecesora.
El cambio no ha afectado mi vida en exceso, porque los boletines me interesan por las noticias y no por el acto onanista. Resido en el barrio de los actores, y me cruzo con frecuencia en su camino. Aunque siempre ando despistado y los conocidos se ven obligados a alzar su voz para exigirme el saludo, en ocasiones mi mirada se mezcla con la de un personaje popular y la retiro por cortesía a su intimidad. Sólo les contemplo unos instantes si su cromo faltaba en la colección que anda perdida en alguna esquina de mis recuerdos. Así lo hice la última madrugada, a mitad de Rambla de Catalunya, donde Albert Om iluminaba un tramo del paseo con sus dientes fluorescentes, acomodado en una terraza.
Apenas he sido mitómano en mi vida. De niño, habitaba en mis sueños Ingrid Bergman, tras descubrir su rostro anguloso y su sonrisa triste en Encadenados. Creo que fue la culpable de que siempre haya preferido la relación de pareja con mujeres extranjeras. Más tarde, al cerrar los ojos, veía a Jean Seberg peinada de muchacho y con camiseta a rayas blancas y negras en Al final de la escapada. En los primeros noventa, seguía los campeonatos europeos de verano por Kristina Egerszegi, nadadora húngara de 200 metros espalda que consiguió cinco oros olímpicos con sus brazos de mozo de mudanzas. Finalmente, descubrí a Irène Jacob, la actriz de Suresnes que nació el mismo día que yo, aunque aguardó dos años en el vientre materno para parecer más joven. Tras disfrutarla en La doble vida de Verónica y en Rojo, hoy pienso que es el ser más hermoso de mi mundo conocido, y guardo en mi memoria esa fotografía promocional donde aparece frente a un lienzo rojo.
En el nuevo milenio, únicamente me ha enamorado la voz increíble de Rufus Wainwright, cortesía de la chica de las gafas de pasta madrileña. También la de Montse Llussà, en mis tardes de radio. En el programa, su voz elegante es arrollada a menudo por las maleducadas de sus compañeros masculinos; y me provoca la imagen de un peluche en un sex shop.
Hace casi veinte años, en la penumbra de una discoteca, me presentaron a una persona popular en la tierra de la niebla. Allí es más fácil alcanzar el estrellato al tratarse de un territorio poco habitado. Tenía el encanto de la sofisticación y sedujo mi interés. Fue fácil localizarla en ese mismo local, las noches siguientes, por la blancura de sus collares de perlas falsas que brillaban en la oscuridad como una sonrisa de Albert Om. No parecía molesta ante mi discurso rústico, quizás porque era hija de un ganadero; y pronto me pareció cercana. El día previo a su aniversario, busqué su domicilio familiar en el listín telefónico de un bar. Contraté con una floristería el envío de un ramo de rosas rojas.
Intentaba imaginar la mirada sorprendida de la joven ante un regalo anónimo, cuando el recadero llamó a mi puerta a media tarde. En la dirección ofrecida, en las afueras de la ciudad, sólo había una granja de marranos y nadie cuidándolos. Me devolvió el ramo de novio abandonado. Con el tiempo averigüé que la familia había residido en la casa junto a esa porquera, hasta que se mudaron a una vivienda en el casco urbano, quizás por motivos de distinción social o de sensibilidad olfativa.
Antes de que se estropearan, entregué las rosas a mi abuela. Fueron las únicas flores que le regalé en vida. Me confesó emocionada que estaba sorprendida, y me preguntó el por qué del presente. "A les grans vedettes us encanten els obsequis dels vostres seguidors". Dibujó una sonrisa coqueta y se arregló el cabello de las sienes teñido de un color cobrizo, con sus dedos frágiles.
El cambio no ha afectado mi vida en exceso, porque los boletines me interesan por las noticias y no por el acto onanista. Resido en el barrio de los actores, y me cruzo con frecuencia en su camino. Aunque siempre ando despistado y los conocidos se ven obligados a alzar su voz para exigirme el saludo, en ocasiones mi mirada se mezcla con la de un personaje popular y la retiro por cortesía a su intimidad. Sólo les contemplo unos instantes si su cromo faltaba en la colección que anda perdida en alguna esquina de mis recuerdos. Así lo hice la última madrugada, a mitad de Rambla de Catalunya, donde Albert Om iluminaba un tramo del paseo con sus dientes fluorescentes, acomodado en una terraza.
Apenas he sido mitómano en mi vida. De niño, habitaba en mis sueños Ingrid Bergman, tras descubrir su rostro anguloso y su sonrisa triste en Encadenados. Creo que fue la culpable de que siempre haya preferido la relación de pareja con mujeres extranjeras. Más tarde, al cerrar los ojos, veía a Jean Seberg peinada de muchacho y con camiseta a rayas blancas y negras en Al final de la escapada. En los primeros noventa, seguía los campeonatos europeos de verano por Kristina Egerszegi, nadadora húngara de 200 metros espalda que consiguió cinco oros olímpicos con sus brazos de mozo de mudanzas. Finalmente, descubrí a Irène Jacob, la actriz de Suresnes que nació el mismo día que yo, aunque aguardó dos años en el vientre materno para parecer más joven. Tras disfrutarla en La doble vida de Verónica y en Rojo, hoy pienso que es el ser más hermoso de mi mundo conocido, y guardo en mi memoria esa fotografía promocional donde aparece frente a un lienzo rojo.
En el nuevo milenio, únicamente me ha enamorado la voz increíble de Rufus Wainwright, cortesía de la chica de las gafas de pasta madrileña. También la de Montse Llussà, en mis tardes de radio. En el programa, su voz elegante es arrollada a menudo por las maleducadas de sus compañeros masculinos; y me provoca la imagen de un peluche en un sex shop.
Hace casi veinte años, en la penumbra de una discoteca, me presentaron a una persona popular en la tierra de la niebla. Allí es más fácil alcanzar el estrellato al tratarse de un territorio poco habitado. Tenía el encanto de la sofisticación y sedujo mi interés. Fue fácil localizarla en ese mismo local, las noches siguientes, por la blancura de sus collares de perlas falsas que brillaban en la oscuridad como una sonrisa de Albert Om. No parecía molesta ante mi discurso rústico, quizás porque era hija de un ganadero; y pronto me pareció cercana. El día previo a su aniversario, busqué su domicilio familiar en el listín telefónico de un bar. Contraté con una floristería el envío de un ramo de rosas rojas.
Intentaba imaginar la mirada sorprendida de la joven ante un regalo anónimo, cuando el recadero llamó a mi puerta a media tarde. En la dirección ofrecida, en las afueras de la ciudad, sólo había una granja de marranos y nadie cuidándolos. Me devolvió el ramo de novio abandonado. Con el tiempo averigüé que la familia había residido en la casa junto a esa porquera, hasta que se mudaron a una vivienda en el casco urbano, quizás por motivos de distinción social o de sensibilidad olfativa.
Antes de que se estropearan, entregué las rosas a mi abuela. Fueron las únicas flores que le regalé en vida. Me confesó emocionada que estaba sorprendida, y me preguntó el por qué del presente. "A les grans vedettes us encanten els obsequis dels vostres seguidors". Dibujó una sonrisa coqueta y se arregló el cabello de las sienes teñido de un color cobrizo, con sus dedos frágiles.