Carrer Regàs
viernes, 28 de abril de 2006 by el paseante
Esta mañana me he desnudado para pesarme en ayunas: setenta y ocho kilogramos. Me sobran tres para no verme obligado a entrar en el mar el próximo verano conteniendo la barriga, lo que provoca un absurdo caminar de autómata en todos los que aplicamos el remedio. Le he quitado la camiseta blaugrana de Deco al señor Gris, que arrastra desde la victoria de anoche, y he posado sus patas traseras en la balanza del baño: veintidós kilitos.
Siempre sumamos cien. Cada gramo que pierdo lo gana el perro porque jamás rechaza nada que sobre de mi plato. Le preocupa poco que sea una patata frita o la piel de una manzana granny smith -nuestra variedad favorita-. Es un ser omnívoro.
Todos los productos de la nevera son perfectos para que el señor Gris aumente tres kilos, pero no para que yo los elimine. Así que al anochecer he ido a un Mercadona. Tiene el inconveniente de la lejanía. Debo caminar cuarenta minutos a buen paso entre la ida y el regreso, lo que me dificulta cargar con más de dos bidones de agua de cinco litros en cada desplazamiento. A cambio, ofrece la ventaja de la magnitud del área comercial; es un encanto caminar por unos pasillos en los que no juegas a los autos de choque con el carrito, y me agrada el anonimato de comprar en un barrio que no es el mío.
En el trayecto, siempre elijo pasar por una calle, escondida tras la horrible mole de acero y cristal de la empresa Acesa. Es tremendamente oscura. Parece anodina la primera vez que la viajas, pero con el tiempo descubres que algo la distingue de otras semejantes de la zona: la calle Regàs vive en silencio. Apenas hay tráfico en la calzada, ni personas en las aceras, como si fuera una calle tras un conflicto.
Los dos establecimientos que dan algo de luz a la vía agrandan, seguramente sin pretenderlo, la sensación de quietud. Frente al centro cultural de una asociación de gente sorda, se organizan pequeños grupos de personas que hablan entre ellas sin contaminar la banda de audio de los vecinos, dibujando palabras con sus manos delicadas en el aire.
El segundo edificio abierto al público es una pensión de dos estrellas con una entrada discreta de paredes forradas con madera. Es extraño que sólo la visiten ejecutivos de edad avanzada, vestidos al estilo diplomático, acompañados de mujeres jóvenes con ropas un tanto atrevidas para ser sus secretarias. Debe ser la moda, y quizás las administrativas modernas utilizan ahora esos vestidos arrapados al cuerpo y extremadamente cortos por una cuestión ergonómica.
Ellos agrandan el carácter mudo de la calle sin dirigirse palabra, mirando discretamente a derecha e izquierda, antes de entrar a velocidad elevada en el negocio hostelero para asistir a los frecuentes seminarios para ejecutivos y secretarias que, con toda seguridad, se organizan allí.
Al salir del piso llovía levemente sobre la ciudad. No importaba porque estaba a refugio del paraguas. Lo he cerrado al entrar en el hipermercado y lo he desplegado al salir, aunque ya no lloviera, como me ha indicado con señas un señor mayor de la asociación de personas sordas para evitarme continuar haciendo un cierto ridículo. Es mi condición de despistado, como cuando espero a cruzar una calle con el semáforo en verde -sería más peligroso lo contrario-, o pido una caja de aspirinas en el estanco.
Me ha ido bien disponer de una segunda mano para arrastrar las bolsas cargadas de productos insípidos de color verde al hogar. Me he esforzado en pensar lo delgado que estaré en la playa de Sant Sebastià mientras aliñaba sin sal y con un ligero chorrito de aceite la ensalada cuatro estaciones que venía trinchada y lavada en el paquete.
He cortado unas rodajas de fuet más delgadas de lo habitual para acompañar los vegetales. Tenía mejor aspecto el embutido en una esquina del plato que el resto de alimentos. Pero me ha invadido el remordimiento. Con toda la pena del corazón, le he pedido al señor Gris que se acercara para permitirle comulgar, loncha a loncha, con el embutido. Hemos iniciado el camino para continuar pesando juntos cien kilos, repartidos de diferente manera.
Siempre sumamos cien. Cada gramo que pierdo lo gana el perro porque jamás rechaza nada que sobre de mi plato. Le preocupa poco que sea una patata frita o la piel de una manzana granny smith -nuestra variedad favorita-. Es un ser omnívoro.
Todos los productos de la nevera son perfectos para que el señor Gris aumente tres kilos, pero no para que yo los elimine. Así que al anochecer he ido a un Mercadona. Tiene el inconveniente de la lejanía. Debo caminar cuarenta minutos a buen paso entre la ida y el regreso, lo que me dificulta cargar con más de dos bidones de agua de cinco litros en cada desplazamiento. A cambio, ofrece la ventaja de la magnitud del área comercial; es un encanto caminar por unos pasillos en los que no juegas a los autos de choque con el carrito, y me agrada el anonimato de comprar en un barrio que no es el mío.
En el trayecto, siempre elijo pasar por una calle, escondida tras la horrible mole de acero y cristal de la empresa Acesa. Es tremendamente oscura. Parece anodina la primera vez que la viajas, pero con el tiempo descubres que algo la distingue de otras semejantes de la zona: la calle Regàs vive en silencio. Apenas hay tráfico en la calzada, ni personas en las aceras, como si fuera una calle tras un conflicto.
Los dos establecimientos que dan algo de luz a la vía agrandan, seguramente sin pretenderlo, la sensación de quietud. Frente al centro cultural de una asociación de gente sorda, se organizan pequeños grupos de personas que hablan entre ellas sin contaminar la banda de audio de los vecinos, dibujando palabras con sus manos delicadas en el aire.
El segundo edificio abierto al público es una pensión de dos estrellas con una entrada discreta de paredes forradas con madera. Es extraño que sólo la visiten ejecutivos de edad avanzada, vestidos al estilo diplomático, acompañados de mujeres jóvenes con ropas un tanto atrevidas para ser sus secretarias. Debe ser la moda, y quizás las administrativas modernas utilizan ahora esos vestidos arrapados al cuerpo y extremadamente cortos por una cuestión ergonómica.
Ellos agrandan el carácter mudo de la calle sin dirigirse palabra, mirando discretamente a derecha e izquierda, antes de entrar a velocidad elevada en el negocio hostelero para asistir a los frecuentes seminarios para ejecutivos y secretarias que, con toda seguridad, se organizan allí.
Al salir del piso llovía levemente sobre la ciudad. No importaba porque estaba a refugio del paraguas. Lo he cerrado al entrar en el hipermercado y lo he desplegado al salir, aunque ya no lloviera, como me ha indicado con señas un señor mayor de la asociación de personas sordas para evitarme continuar haciendo un cierto ridículo. Es mi condición de despistado, como cuando espero a cruzar una calle con el semáforo en verde -sería más peligroso lo contrario-, o pido una caja de aspirinas en el estanco.
Me ha ido bien disponer de una segunda mano para arrastrar las bolsas cargadas de productos insípidos de color verde al hogar. Me he esforzado en pensar lo delgado que estaré en la playa de Sant Sebastià mientras aliñaba sin sal y con un ligero chorrito de aceite la ensalada cuatro estaciones que venía trinchada y lavada en el paquete.
He cortado unas rodajas de fuet más delgadas de lo habitual para acompañar los vegetales. Tenía mejor aspecto el embutido en una esquina del plato que el resto de alimentos. Pero me ha invadido el remordimiento. Con toda la pena del corazón, le he pedido al señor Gris que se acercara para permitirle comulgar, loncha a loncha, con el embutido. Hemos iniciado el camino para continuar pesando juntos cien kilos, repartidos de diferente manera.
Com em segueix agradant rellegir-te...