El despertar de la primavera
martes, 4 de abril de 2006 by el paseante
Mi condición de persona despistada me impide, entre otras cosas, detectar la irrupción de la primavera o del otoño. Por eso no dispongo de ropa de entretiempo y mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano.
Hasta el pasado viernes dormía con tres mantas y no pisaba la calle sin el abrigo de un buen jersey y una chaqueta. Últimamente me acaloraba caminando al Turó Parc y alguna madrugada me desperté sudando, por lo que pensé haber enfermado de nuevo aunque el termómetro no indicara la visita de la fiebre en mi cuerpo.
Salí de paseo con el señor Gris. Un instituto de diseño internacional funciona desde septiembre en mi calle. Su fachada hace honor a los estudios que se imparten en él. También los alumnos parecen esbozados siguiendo los patrones de la perfección. Esa tarde había un grupo de cinco muchachas fumando en la entrada, gracias a la ley antitabaco. Mi cuello realizó una rápida panorámica sobre la piel de sus rostros, piernas, brazos y escotes que mostraba un incipiente bronceado. En el cristal oscuro del centro pude verme reflejado, entre las ninfas a medio vestir, con mi chaqueta negra levantada hasta las orejas y mi cara invernal. Parecía el fantasma de las pasadas Navidades y me confundió el contraste.
Nos dirigimos hacia nuestro parque, cruzándonos con gente sonrosada en manga corta. Incluso la maniquí más hermosa de la ciudad, que permanece sentada desde hace semanas en la confluencia de las calles Madrazo y Calvet, llevaba un vestido ligero.
El Turó Parc estaba sembrado con pensamientos y algunos árboles habían decidido florecer de color blanco. Los otros paseantes leían tumbados al sol o se amaban o jugaban con señores grises o pensaban en los bancos junto al lago romántico como si posaran para que un fotógrafo les inmortalizara en una imagen estival. Ninguno, por suerte, me miró extrañado por mi indumentaria.
Deduje que estábamos en primavera y que era tiempo de hacer cambios.
Mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano. Al llegar al piso arranqué las tres mantas de la cama y las lavé para guardarlas hasta noviembre. Llevé el abrigo a la tintorería. Por la noche, me puse un pantalón corto y una camiseta con un pez naïf dibujado y salí a la terraza para disfrutar del buen tiempo, aunque temblara de frío porque por la noche todavía refresca y no dispongo de ropa de entretiempo.
Fumando un cigarrillo, rememoré que en octubre de 1986, al poco tiempo de llegar desde la tierra de la niebla a esta zona metropolitana, una recordada mujer llamada Astrid me invitó al teatro. La obra se titulaba El despertar de la primavera, de Frank Wedekind y dirigida por Josep Maria Flotats. Me impactó la dirección artística: una piscina presidía el escenario y los protagonistas, un grupo de adolescentes que despertaban al sexo rodeados de mayores puritanos, se bañaban en ella a pesar de la temperatura fresca que había en la sala. Quizás ellos también eran despistados e ignoraban el ligero paso estacional que se produce entre la etapa del calor al frío. O quizás no tenían a nadie, como yo, que les previniera de que cuatro veces al año cambiamos de estación y de vestuario.
Hasta el pasado viernes dormía con tres mantas y no pisaba la calle sin el abrigo de un buen jersey y una chaqueta. Últimamente me acaloraba caminando al Turó Parc y alguna madrugada me desperté sudando, por lo que pensé haber enfermado de nuevo aunque el termómetro no indicara la visita de la fiebre en mi cuerpo.
Salí de paseo con el señor Gris. Un instituto de diseño internacional funciona desde septiembre en mi calle. Su fachada hace honor a los estudios que se imparten en él. También los alumnos parecen esbozados siguiendo los patrones de la perfección. Esa tarde había un grupo de cinco muchachas fumando en la entrada, gracias a la ley antitabaco. Mi cuello realizó una rápida panorámica sobre la piel de sus rostros, piernas, brazos y escotes que mostraba un incipiente bronceado. En el cristal oscuro del centro pude verme reflejado, entre las ninfas a medio vestir, con mi chaqueta negra levantada hasta las orejas y mi cara invernal. Parecía el fantasma de las pasadas Navidades y me confundió el contraste.
Nos dirigimos hacia nuestro parque, cruzándonos con gente sonrosada en manga corta. Incluso la maniquí más hermosa de la ciudad, que permanece sentada desde hace semanas en la confluencia de las calles Madrazo y Calvet, llevaba un vestido ligero.
El Turó Parc estaba sembrado con pensamientos y algunos árboles habían decidido florecer de color blanco. Los otros paseantes leían tumbados al sol o se amaban o jugaban con señores grises o pensaban en los bancos junto al lago romántico como si posaran para que un fotógrafo les inmortalizara en una imagen estival. Ninguno, por suerte, me miró extrañado por mi indumentaria.
Deduje que estábamos en primavera y que era tiempo de hacer cambios.
Mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano. Al llegar al piso arranqué las tres mantas de la cama y las lavé para guardarlas hasta noviembre. Llevé el abrigo a la tintorería. Por la noche, me puse un pantalón corto y una camiseta con un pez naïf dibujado y salí a la terraza para disfrutar del buen tiempo, aunque temblara de frío porque por la noche todavía refresca y no dispongo de ropa de entretiempo.
Fumando un cigarrillo, rememoré que en octubre de 1986, al poco tiempo de llegar desde la tierra de la niebla a esta zona metropolitana, una recordada mujer llamada Astrid me invitó al teatro. La obra se titulaba El despertar de la primavera, de Frank Wedekind y dirigida por Josep Maria Flotats. Me impactó la dirección artística: una piscina presidía el escenario y los protagonistas, un grupo de adolescentes que despertaban al sexo rodeados de mayores puritanos, se bañaban en ella a pesar de la temperatura fresca que había en la sala. Quizás ellos también eran despistados e ignoraban el ligero paso estacional que se produce entre la etapa del calor al frío. O quizás no tenían a nadie, como yo, que les previniera de que cuatro veces al año cambiamos de estación y de vestuario.
Yo también tengo muchas dificultades con el entretiempo. Cuando llega marzo, a veces Madrid despierta con ese azul que te deja ciega, y con una luz que borra todo rastro del frío invernal. Es eso que luego se recuerda como "Marzo mayea". Yo, en ese momento, me vuelvo loca, me paso la cuchilla y me pongo la manga corta y el escote de pico, con resultados generalmente negativos para mi salud. ¿Pero qué culpa tengo yo de que el sol me dé la vida?