Postrado

Llevo cuatro días postrado en el lecho y me espanta pensar que sea el de la muerte.

Soy culpable porque el sábado fatigué en exceso mi cuerpo. Por la tarde me crucé con una manifestación adornada con miles de banderas de franjas estrechas amarillas y rojas –creo que celebraban una victoria deportiva, o quizás fuera una derrota porque aquí somos así-, y su espíritu festivo me provocó ganas de mezclarme con la multitud y desfilar a su paso. Al anochecer visité a los señores Hayden. Me habían traído la máscara de Dark Wader, olvidada en la granja de los caballos, imprescindible para celebrar el próximo carnaval. Por la noche me sentía extrañamente fatigado, pero el hombre sin suerte y el jugador de cartas me impusieron visitar un nuevo e improductivo local de copas, hasta que bajaron la persiana.

Tres puntos de la ciudad separados por diez kilómetros de distancia que, como buen paseante, recorrí a pie.

Me desperté temblando todavía en la absoluta oscuridad de la madrugada, con el cuerpo dolorido y la camiseta empapada de sudor. Hasta palpar el interruptor de la lamparita, pensé que había muerto. Me puse el termómetro y pronto marcó los treinta y nueve grados.

No acostumbro a estar enfermo. Había olvidado las sensaciones de estos días desde la niñez: dormir y despertar y volver a dormir, sin distinguir el día de la noche; buscar el calor bajo las mantas para mitigar los temblores y, al rato, apartarlas con las piernas para secar el líquido que el cuerpo ha necesitado expulsar; retardar al máximo el camino hacia el baño porque uno se ha fundido con la cama después de tantas horas y ya somos un matrimonio estable.

Fui un niño extremadamente enfermizo, lo que no resultaba desagradable porque me cuidaba la señora Sofía. Daba confianza que me despertara su mano fresca en la frente para calcular el grado de fiebre; que me hidratara con zumos de naranja naturales y caldos de arroz blanco con ajos, que son antibióticos; que alimentara mi escaso apetito con tortillas a la francesa sobre rebanadas de pan reblandecido con tomate para que me costara menos engullirlo. A mediodía, llegaba el tenista con un cómic nuevo del Capitán Trueno bajo el brazo y hundía con el peso de su cuerpo una esquina de la cama para observar mi lectura. Tampoco me disgustaba el alejamiento temporal de aquella escuela ruidosa y cansina para disfrutar de las mañanas de la granja en un silencio que sólo quebraba, a través de la puerta entreabierta del dormitorio, el sonido de mi madre traficando por las dependencias.

Ahora es diferente porque no me cuidan. Pronto se cumplirán cien horas de soledad. Nadie sabe que he enfermado. No me he visto en la necesidad de salir a la calle, lo que es aconsejable cuando se tiene fiebre. Fue una suerte que el sábado llenara la nevera. Todavía me quedan naranjas, arroz, ajos, huevos y pan para tres días más. El señor Gris dispone de un saco de pienso de cinco kilos por estrenar y permito que haga sus necesidades en la pequeña terraza. No se queja porque los paseos no existen estos días y ocupa sus horas respirando junto a mi lecho. El pobre andará angustiado porque aseguran que cuando una persona muere su perro no le sobrevive.

No adivino qué tengo, sólo sé que no estoy acostumbrado a sentirme así. No quiero molestar para que vengan a atenderme, ni acudir a un médico por el momento. Hoy me siento algo mejor; por fin el termómetro indica pocas décimas; incluso me he animado a afeitarme la barba de náufrago macedonio, como el del cuento. También he encendido el televisor por primera vez desde el sábado. Era la franja de la programación infantil: Pingu, Bob el manetes, Capelito, Mona la vampira... y he querido sentir el hundimiento de una esquina de la cama por el peso del tenista, como cuando era bonito enfermar.

Utilizando la tregua –quizás definitiva- que ahora me ofrece la dolencia, aprovecho para escribir este texto.

Estos días he pensado, desde mi horizontalidad, que no sabes qué ocurrirá mañana y que no tengo nada preparado para cuando no exista. Me ha gustado hacer un testamento mental de las pocas cosas que poseo, y pediría que se cumpliera:

-La colección del Capitán Trueno para el pequeño Hayden.
-La máscara de Dark Wader para el hombre sin suerte.
-Los dos cuadros originales robados a la pintora holandesa para la señora Hayden.
-La raqueta de tenis para el tenista.
-Las placas de reconocimiento a la buena conducta, conseguidas en la educación primaria, para el señor Hayden (el pobre jamás obtuvo ninguna y un buen grabador podría cambiar los nombres de las inscripciones).
-La libreta con recetas manuscritas para la señora Sofía.
-La bicicleta para la chica de los ricitos (así no quema tanta gasolina).
-La música para Ilse (aunque ya tenga los CD’s de Rufus).
-Las películas para el cuidador de animales (incluida su favorita: El tercer hombre).
-Las carpetas con páginas escritas para la mujer checa.
-La caja de los recuerdos –fotos y cartas- para Paloma, porque es la única que conservaría lo que más valoro.
-El sobre cerrado que encontrarán sobre la mesa para la muchacha triste.

Quedará poco más en el reparto: un paquete con doce rollos de papel higiénico por estrenar, algunas latas de espárragos y atún en conserva, una botella de ron venezolano de muchos años, la nevera que necesita un cartoncito para evitar la cojera, el televisor que tarda en arrancar, la ropa –podría ser para el señor Hayden pero es más alto que yo-, los productos de higiene personal... Confío en que no existan luchas por esa división y se evite la presencia de un juez para dirimirla.

También he pensado un epitafio para mi lugar de reposo definitivo: "El paseante no está".

No tengo previsto que este mal conviva conmigo más allá del fin de semana, y lo celebraré tomándome un volcán de marisco –una montaña de crustáceos que el camarero rocía con brandy para prenderle fuego, mientras los extranjeros sacan instantáneas con sus cámaras- junto al muelle de los veleros. Pero si antes del domingo no he escrito de nuevo, agradeceré que cualquiera que lea estas palabras las imprima y viaje a la granja de los caballos para entregárselas a mis padres. Dígales, por favor, que al señor Gris le queda comida para poco tiempo y que le urge salir de paseo al Turó Parc.

7 comentarios:

    Agradezco que me dejes tus escritos en testamento, pero preferiría irlos leyendo y luego comentarlos delante de un buen café o unas tapas de gambas.
    Mejorate, y si necesitas cuidados reclámalos

     

    Gracias por la música (como la canción de Abba), aunque puesto que ahora es tan fácil conseguirla, casi prefiero que sigas por aquí. Si un día me veo cercana a la muerte, no repartiré nada, me encantaría que todo el mundo se peleara por mis cosas (yo con tal de llamar la atención...). Siento no poder acercarte un caldito, pero me pilla a desmano.

     

    Gran honor para mí recibir tus recuerdos que guardaría como gran tesoro. Pero todavía te queda mucho para ir llenando esta caja tan preciada (Mala hierba nunca muere ;-)
    Déjate cuidar desaparecido paseante!

     

    Jo t'hi posaria "el paseante salió a pasear...". Pero, espero que per a això falti molt, m'estic acostumant a llegir-te :)

     

    Ñaña, has de tornar a fer testament. Em deixaràs al Mark?

     

    El mark serà de nou per a tu, amb la seva pipa :-)

     

    Gràcies Rita. Jo també m'he acostumat a tu.