Voces

La mujer checa querría vivir con el pescador de gambas; abrazarle por la noche para robarle su aroma de mar y el sabor a crustáceos. De eso habla siempre. También de su hermana menor que abandonó un pequeño ático alquilado junto al Mediterráneo, para recorrer una península con una compañía de zarzuela. En la terraza, quedó huérfana la paloma que acudía cada mañana para picotear las migajas dulces que caían del plato del desayuno.

Es el motivo romántico por el que la mujer checa llama a su hermana Paloma, aunque su nombre sea otro. La describe como bonita, agradable en el trato, organizada, culta, que no le gusta malgastar. Añade: todos sus amigos son homosexuales.

Ayer me pidió permiso para facilitarle mi número de teléfono. Paloma ha regresado a Barcelona, tiene un problema con el ordenador y yo soy hábil con las máquinas.

El teléfono ha sonado a mediodía, mientras escuchaba The lake de Anthony & the Johnsons. Hemos resuelto el conflicto informático demasiado deprisa. La mujer checa me contó muchas cualidades de su hermana, pero olvidó la más determinante: su voz. Uno no se cansaría nunca de estar con el auricular apretado contra la barbilla con esa muchacha. Es como prestar atención al sonido de un mar que golpea ligero en una roca blanca. Claro que, además de cantante, es logopeda; tiene el timbre de una profesional.

Por eso he intentado alargar el contacto. Entre otras cosas, he comentado que conozco poco el barrio en el que reside ahora con sus padres. Le he hablado de una discoteca que todavía existe en esa zona a la que yo iba a bailar y a beber cuando Paloma dormía como una niña, y a la que ella va a bailar mientras yo duermo siendo mayor. Quería proseguir, pero su voz ha puesto fin elegantemente a la exageración. Su ordenador ya marcha.

Ha sido una pena que no pudiera explicarle, como anécdota relativa a su nuevo nombre, que en un periódico de hace semanas me llamó la atención un poema de una autora llamada Marta Pessarrodona. Lo anoté en un rincón de la agenda. El titulo es más largo que el verso, Poema de una paloma en la ventana:

Tenía tus ojos,
¿qué querías decirme?

Quizás su ordenador falle de nuevo dentro de poco. No ha quedado el silencio en mi pequeño piso. Sonaba Hope there's someone. He querido recordar otras voces que le quitaran el puesto de secretaria general del gremio de la locución a la hermana menor de la mujer checa. Quizás la afligida de Jane Birkin en la película de Tavernier Daddy Nostalgie, o la cristalina de Montse Llussà en el programa de radio Versió Rac1, o la cavernaria de Marlene Dietrich (cuya gravedad es como la de la chica de los ricitos) cantando Ich bin die fesche Lola hace siglos. O esa voz embrionaria de la pequeña Scout charlando en el porche con Atticus, su padre, en una maravilla de película, Matar a un ruiseñor. Los nombres de sus protagonistas me parecen entrañables. Por eso no tengo hijos: les llamaría Scout -niña- o Atticus -niño-, y, ya mayores, me pedirían responsabilidades.

La primera voz que cautivó mi vida fue la de la profesora de francés en aquella academia nocturna extraviada en la tierra de la niebla. A los niños de la clase nos parecía especialmente alta, especialmente rubia. A los doce años la imaginación volaba a rincones inexplorados cuando ella ponía boca de barbie inflable para enseñarnos que la "au" se pronuncia "o". Solía acudir a clase con minifalda y nosotros lo hacíamos con un trocito de espejo pegado a nuestros zapatos para alargar la pierna bajo el pupitre e imaginar que descubríamos jardines prohibidos.

Parecía realmente francesa, pero era de una localidad segoviana. No conservo el recuerdo de haber visto jamás su ropa interior reflejada en la punta de mi calzado deportivo, aunque después de la clase nos hiciéramos los machitos. Pero su voz sensual se quedó a residir, como una paloma huérfana, en mi memoria. "On se lève tôt", "elle met une tenue sport", "sept filles attendent déjà". Algunas mañanas, en todos estos años transcurridos, he dejado caer migajas dulces de mi desayuno para alimentarla para siempre.

Sé de tantas voces privilegiadas que sufro porque la mía no es destacable en ningún sentido. No pediría poseer el físico de Paolo Conte o de Tom Waits o de Marlon Brando o de Leonard Cohen, pero sí los sonidos que emiten sus gargantas.

Salgo con el señor Gris a la calle al atardecer. Su ladrido es estridente cuando le pongo el collar. Sin pretenderlo, nos encontramos frente a la librería de la muchacha triste. No recuerdo su voz del siete de diciembre. Seguramente era desalentada. Está en la calle. Es más alta de lo que imaginaba, más etérea. Habla con un chico parecido en todas sus circunstancias a ella. Los dos fuman y sólo hay un cigarrillo.

3 comentarios:

    Qué hermoso escribes. Te hago un link, para no perderte de vista.

     

    Realmente escribe muy bien

     

    Hola, soc la Monts Llussà, i estic encantada que m'hagis inclòs en un escrit tan especial com aquest.
    1 abraçada.
    Monts.