Huellas

Parece que las noches quieran ser más cortas y la vida tienda a alargarse.

Me llegaron noticias de una amiga de hace mucho tiempo: la chica de los ricitos. Ha encontrado una pareja diez años menor que ella. Vive en la gloria, pero cuenta remordimientos por el tema de la edad. Ignora que, a sus treinta, todavía entra en las ayudas estatales para gente joven.

Desconozco cómo será su amante, ni cómo sería el hermano de también veinte años de otra mujer que nunca para de reír. Tuvo el tiempo justo de enseñarle a leer cuando era chiquita, antes de morir meses después. A ella le quedan las dudas acerca del por qué. También guarda las palabras que él le hizo descubrir. Nunca le va a olvidar; el recuerdo prolonga las vidas acabadas.

A los veinte años no fui capaz de pisar esas huellas en el recuerdo de nadie.

¿Qué hice yo a esa edad? Pensándolo veinte años después, simplemente me enamoré de Mar Baides, sin ser capaz de decirle nada íntimo aquella tarde en que estudiamos juntos en el bar de la Facultad de Económicas. ¿Se acordará de mis veinte años? ¿Dónde estará ahora con su figura estilizada de ilustración de Labanda?

Pienso en estas historias a punto de ser o que ya han sido o que ya nunca serán de nuevo, mientras camino hacia el Turó Parc junto al señor Gris.

Orina en la enésima esquina y muestra la lengua al llegar a los jardines. Los portales de los edificios que los rodean indican confort. La mayoría dispone de grandes entradas con el suelo de madera para que los coches diluyan el ruido de su paso bajo los techos altos iluminados con candelabros. Le digo, sin que me comprenda, que no estaría mal residir aquí, con veinte años y una hermana pequeña a la que enseñar a leer, o una mujer de treinta que me enseñara a amar.

El cielo amaga su nariz ante la contaminación de la ciudad y ya no tenemos veinte años muchos de nosotros. Ni siquiera el perro que multiplica su edad real por siete y alcanza los cincuenta. A pesar de todo, sigue con su espíritu de cachorro. No le ocupa otra cosa que mirar el lago del jardín romántico y observarme con cara de pena para ver si le permito darse un chapuzón en pleno invierno, el muy loco.

1 comentarios:

    Todos vamos dejando huella, aunque no lo sepamos. Y eso es lo bonito de la vida, pasar sin saber muy bien qué haces, porque algunos se van así, sin saber que siempre habrá alguien que les recuerde. Y eso es lo más cerca que estaremos nunca de no morir.