Una cúpula africana
viernes, 20 de enero de 2006 by el paseante
Tras almorzar, mi estómago se ha revuelto.
Sólo miro documentales de animales cuando la televisión no ofrece nada mejor. En la pantalla, un león y una leona parecían jugar: el macho mordía las orejas y la espalda de la hembra como un niño travieso. De repente se ha encaramado al lomo de su compañera, acoplándose perfectamente, y ha iniciado unos movimientos bruscos y rítmicos de cintura contra la parte trasera de la leona. La voz en off ha explicado que se trataba de una cúpula -o una palabra similar-, y que ciento diez días después la bestia tendría entre uno y seis cachorros. Me ha parecido un acto repugnante. Ahora comprendo por qué a los bichos de los países lejanos se les denomina animales salvajes.
Me alegra ser humano y disponer del método de la cigüeña para tener hijos. No quiero imaginarme desnudo sobre una señorita, haciendo rebotar mis caderas contra el final de su espalda. Sería ordinario.
Hace tiempo que no tengo pareja, condición indispensable para que la cigüeña aterrice desde París en mi balcón con un pequeño paseante guardado en un fardo.
Hubo diversas mujeres en mi vida. A todas las besé apasionadamente cerrando fuertemente mi boca y apretándola contra la suya, como aprendí de las películas de Cary Grant e Ingrid Bergman. Prolongaba tanto el beso que ellas abrían sus labios y sacaban la puntita de la lengua, sin duda porque mi pasión les ahogaba y necesitaban una bocanada de aire para no morir entre mis brazos.
La cigüeña no quiso visitarnos en ninguna de esas relaciones. Ellas me propusieron esperarla durmiendo juntos una noche y dejando la puerta del balcón abierta. Soy de la opinión que la cama es un santuario privado que nadie (no hablo del peluche del Demonio de Tasmania) debe profanar. Fueron mujeres magníficas, pero todas deseaban ser madres y, como el pájaro no aparecía, me abandonaron una después de otra.
Sólo he compartido cama en una ocasión. Fue en París, en un hotelito de pocas estrellas junto a la Gare d'Austerlitz, con vistas al Sena. El cielo era repleto de cigüeñas en vuelo. Desde la distancia, no pude apreciar que llevaran carga.
Había acudido a la ciudad con uno de mis superiores de entonces para mantener una reunión con una empresa editorial francesa que buscaba partners en Barcelona. Tuvimos un malentendido con la reserva y nos encontramos con una cama de matrimonio al entrar en la habitación. Resultó imposible cambiarla por otra de camas individuales. El señor Fulgencio siempre se había presentado a mi vista con su traje oscuro y la corbata, perfectamente afeitado y aseado. Pero esa noche parisina entró entre las sábanas, que también me cubrirían a mí, en calzoncillos y mostrando un torso y una espalda tremendamente velludos. Uní mis manos en señal de oración, rogando que las cigüeñas tuvieran buena vista esa noche.
Salgo a pasear. Hace tiempo que no junto mis labios a los de nadie. Quizás debería comprarle una novela a la muchacha triste, un buen tomo de muchas páginas y que sea caro. Disfruto de esos pensamientos cuando el señor Gris tira fuertemente de la cadena y casi pierdo el equilibrio. Se acerca a una hembra de labrador para olerla mientras dibuja con la cola en el aire.
Nunca ha tenido novia, aunque -eso sí- prefiere olfatear a las hembras que a los machos. Ignoro el método de transporte que utilizarán ellos para tener cachorritos. Mediante cigüeñas es lo más probable. Pero, siendo razonable, el señor Gris se parece más al león del documental que a mí. De regreso al hogar, no puedo evitar en mi imaginación la imagen de las caderas del señor Gris en frenético vaivén, practicando una cúpula africana con la perra de antes.
Creo que no cenaré esta noche, no vaya a suceder que la sepia a la plancha entre en acción de centrifugado en mi estómago, con lo tierna que me queda siempre.
Sólo miro documentales de animales cuando la televisión no ofrece nada mejor. En la pantalla, un león y una leona parecían jugar: el macho mordía las orejas y la espalda de la hembra como un niño travieso. De repente se ha encaramado al lomo de su compañera, acoplándose perfectamente, y ha iniciado unos movimientos bruscos y rítmicos de cintura contra la parte trasera de la leona. La voz en off ha explicado que se trataba de una cúpula -o una palabra similar-, y que ciento diez días después la bestia tendría entre uno y seis cachorros. Me ha parecido un acto repugnante. Ahora comprendo por qué a los bichos de los países lejanos se les denomina animales salvajes.
Me alegra ser humano y disponer del método de la cigüeña para tener hijos. No quiero imaginarme desnudo sobre una señorita, haciendo rebotar mis caderas contra el final de su espalda. Sería ordinario.
Hace tiempo que no tengo pareja, condición indispensable para que la cigüeña aterrice desde París en mi balcón con un pequeño paseante guardado en un fardo.
Hubo diversas mujeres en mi vida. A todas las besé apasionadamente cerrando fuertemente mi boca y apretándola contra la suya, como aprendí de las películas de Cary Grant e Ingrid Bergman. Prolongaba tanto el beso que ellas abrían sus labios y sacaban la puntita de la lengua, sin duda porque mi pasión les ahogaba y necesitaban una bocanada de aire para no morir entre mis brazos.
La cigüeña no quiso visitarnos en ninguna de esas relaciones. Ellas me propusieron esperarla durmiendo juntos una noche y dejando la puerta del balcón abierta. Soy de la opinión que la cama es un santuario privado que nadie (no hablo del peluche del Demonio de Tasmania) debe profanar. Fueron mujeres magníficas, pero todas deseaban ser madres y, como el pájaro no aparecía, me abandonaron una después de otra.
Sólo he compartido cama en una ocasión. Fue en París, en un hotelito de pocas estrellas junto a la Gare d'Austerlitz, con vistas al Sena. El cielo era repleto de cigüeñas en vuelo. Desde la distancia, no pude apreciar que llevaran carga.
Había acudido a la ciudad con uno de mis superiores de entonces para mantener una reunión con una empresa editorial francesa que buscaba partners en Barcelona. Tuvimos un malentendido con la reserva y nos encontramos con una cama de matrimonio al entrar en la habitación. Resultó imposible cambiarla por otra de camas individuales. El señor Fulgencio siempre se había presentado a mi vista con su traje oscuro y la corbata, perfectamente afeitado y aseado. Pero esa noche parisina entró entre las sábanas, que también me cubrirían a mí, en calzoncillos y mostrando un torso y una espalda tremendamente velludos. Uní mis manos en señal de oración, rogando que las cigüeñas tuvieran buena vista esa noche.
Salgo a pasear. Hace tiempo que no junto mis labios a los de nadie. Quizás debería comprarle una novela a la muchacha triste, un buen tomo de muchas páginas y que sea caro. Disfruto de esos pensamientos cuando el señor Gris tira fuertemente de la cadena y casi pierdo el equilibrio. Se acerca a una hembra de labrador para olerla mientras dibuja con la cola en el aire.
Nunca ha tenido novia, aunque -eso sí- prefiere olfatear a las hembras que a los machos. Ignoro el método de transporte que utilizarán ellos para tener cachorritos. Mediante cigüeñas es lo más probable. Pero, siendo razonable, el señor Gris se parece más al león del documental que a mí. De regreso al hogar, no puedo evitar en mi imaginación la imagen de las caderas del señor Gris en frenético vaivén, practicando una cúpula africana con la perra de antes.
Creo que no cenaré esta noche, no vaya a suceder que la sepia a la plancha entre en acción de centrifugado en mi estómago, con lo tierna que me queda siempre.