Nuevo look


El jueves pasado me rapé al uno, de camino al piso de los Hayden para hacer de canguro. Mi nuevo peluquero es una persona joven. Ha abierto su establecimiento recientemente, y me hace buen precio. Encima me regala lociones para el afeitado, o mecheros, tras pasar por caja. Tiene pinta de gamberro, de chico de botellón, de canalla de extrarradio. Pero es un emprendedor amable y algo tímido. Sabe cuando me apetece hablar y cuando no. Lo recomiendo. Está cerca del cruce de Sant Lluís con Montmany, en el barrio de Gràcia. Me rapó la cabeza, mientras veía pasar sombras a través del escaparate, porque estaba sin mis gafas, de camino a casa de los Hayden para hacer de canguro.

Los pequeños me esperaban escondidos en diferentes partes del piso, como siempre, esperando que los encontrara para contarles cuentos de dinosaurios y de princesas atrapadas en su pasado. Salí a la terraza, gritando el nombre del pequeño Hayden extraviado, aunque veía su cresta dorada tras el sofá orejero. Levanté mantas en las camas, aunque veía la testa negra del pequeño faraón Nil extraviado tras las cortinas. Aseguré que me iba del piso ya que no tenía a nadie a quien cuidar, y entonces saltaron de sus escondrijos como liebres. Se frenaron en seco. Me miraron, extrañados. "Tío, te has quedado calvo como el abuelo". Les permití frotar mi cabeza con las palmas infantiles de sus manos, hasta que se durmieron con un cuento de Doraemon o Poquemon (ahora no me acuerdo) en el que rescataban animales extinguidos a través de una máquina del pasado. Antes de apagar sus párpados, el pequeño Hayden me dijo algo que me descolocó, mientras leía: "¿Tío, por qué entonas tan bien?". Jamás he sabido expresarme en voz alta, pero elevó mi autoestima con una frase tan sencilla. Esos niños me ahorran terapias caras con psicólogos argentinos.

Al día siguiente me largué en el tren de las siete de la tarde, viendo pasar viñedos por las ventanillas.

En mi dormitorio de la tierra de la niebla hay una silla de madera con una montaña de jeans viejos que dejan reposar sus piernas en el vacío, mientras esperan que los lleve a pasear. Cada uno tiene su historia a cuestas, recuerda momentos que vivió agarrado a mi cintura y que yo he olvidado: una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo. Me los pongo para recorrer el camino de Duran porque allí es fácil ensuciarte, embarrarte, hacerte un siete con una zarza.

Este sábado me vestí con los que estaban más arriba. Subí la cremallera, abroché el botón en el ojal y me caí al dar el primer paso, porque se habían deslizado por mis piernas hasta amontonarse en mis tobillos como un acordeón. Me iban tremendamente grandes.

Le pregunté a la señora Sofía si eran de mi padre o del sargento Hayden, y se había despistado tras planchar esa pila de ropa que todos ponemos a su disposición, generosamente, y que ella reparte luego por las habitaciones de la granja de los caballos. Aseguró que no, que eran míos, que los había encontrado en el cajón superior de la cómoda, y le parecían menos desgastados que los que ya reposaban en mi silla de madera.

Los elevé ante mis ojos, y no recordaba nada vivido con ellos. Eran de marca Ruk (mercadillo), pero los llevé a pasear con la colaboración de un cinturón ajustado por el agujero número cinco. Sus perneras rozaron miles de amapolas en el camino, por primera vez en mucho tiempo. Sus bordes se humedecieron con mis pies en el agua del canal, por primera vez en mucho tiempo. Su parte posterior se enverdeció con la hierba fresca en la que me senté para fumar, por primera vez en mucho tiempo.

Sacaba bocanadas de humo entre esos manzanos con sus frutos chiquitos que esperaban el verano para engordar. Intentaba recordar las anécdotas vividas con esos pantalones que me iban grandes, pero esos momentos se habían alejado de mi mente como una bandada de palomas asustadas tras un disparo de escopeta. Podría ser una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo. O un paseo por ese mismo lugar hacía muchos años.

Las hojas de los plataneros comenzaron a estremecerse violentamente por el viento repentino. El cielo se puso feo sobre una aldea lejana, la de Manel. Escuché un primer trueno. Me levanté del suelo, y apenas tuve tiempo de alcanzar un cobertizo aislado cuando comenzó a diluviar. Una cortina de agua se precipitaba tejas abajo. Un gorrión con el ala izquierda dañada, quizá por un perdigón, se refugió a un par de metros de mi. Nos observamos, sin decirnos nada. Se sumó un gato sin dueño al Arca de Noé, a más distancia de nosotros. Ninguno buscaba pelea. Sólo pretendíamos resguardarnos. El aguacero nos impedía regresar a casa. Yo fumaba. Ellos no. Parecía una parada del ómnibus 39 un domingo por la tarde, cuando el transporte público tarda en aparecer, y apenas esperamos tres personas el milagro de que circule ese autobús por la calle Robí.

Fue una tormenta rápida, como las de verano. Con todo me hizo llegar tarde a la cena. Al girar la llave en la puerta de la granja de los caballos, mis padres se levantaron del sofá para correr al comedor. Estaban hambrientos. La señora Sofía me sirvió tres platos, tras preguntar mi peso (por primera vez en mi vida). Le dije la verdad, que estaba un poco por debajo de mis setenta y cinco kilos ideales, pero que no había adelgazado adrede. Que me limitaba a caminar un ratito cada día. Eso era todo. Y que esos pantalones eran de hace mucho tiempo, cuando debía aguantar la respiración para esconder mi barriga de Santa Claus. No la convencí, me obligó a rebañar el plato con un trozo de pan.

Por la noche salí a las fiestas del pueblo, con unos pantalones de ahora. Los que recordarán mis anécdotas presentes dentro de unos años, cuando estén en la pila de prendas antiguas en esa silla de madera, y yo las haya olvidado. Los llevé frente al escenario en el que Ariel Rot cantaba sus temas eternos. Estaba flaco allí arriba. Intentó animarnos levantando el pulgar tras las mangas de esa americana a rayas que le venía grande. Quizá la encontró sobre la silla de madera de su dormitorio, después de que su madre la rescatara de una cómoda. Con mil historias por recordar que el músico ya no recuerda. Una pelea a navaja, una timba de cartas, un avión que se alejó con ella a bordo.

Había poco público. Todo era desangelado. Jamás aplaudo, pero esa noche aplaudí.

PD: Hace poco colgué mi post 250. Pensé en cambiar el decorado de este blog (renovarse o morir), pero alguien me frenó -Arare, y mira que no soy chivato :-). Lo hago ahora. Espero que no tarde demasiado en cargarse. Mantendré el blog anterior actualizado en otra dirección, para los que lo prefieran.

PD2: Llum, t'he copiat una de les cantants que recomanes al teu blog. Potser t'hauria d'haver demanat permís. En qualsevol cas, gràcies. M'agrada molt.

PD3: Faltan algunos de vuestros links en la columna de la derecha. Lo iré arreglando.

Pequeñas historias inocentes de sexo


Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Recuerdo que había una setter con el pelo manchado en blanco y negro. Se llamaba Chispa, y se volvía loca encerrada tras esa puerta del corral para que la sacara a cazar ilusiones por los campos de manzanos. No me lo permitían jamás. Así que los dos quedábamos reprimidos, ella tras la cerca y yo en el patio. Mirándonos.

Estaba entrenada para permanecer quieta, escuchar con las orejas tiesas y correr en busca de las perdices muertas tras los dos cartuchos que escupía la escopeta de su dueño. Siempre me imaginaba el silencio después de los disparos en ese páramo, y a la perra brincando contenta entre los arbustos en busca de los cadáveres de esas aves que hacía un instante volaban despreocupadas, y que ahora traía el cazador a la granja, colgadas de su cinturón como trofeos.

Tía Patricia le servía la cena, tras encerrar de nuevo a Chispa en ese corral, sobre cuya cerca nos seguíamos observando, con ganas de salir corriendo los dos de allí. La perra y yo. Luego mi tía le planchaba los pantalones de caza, y se acurrucaba al lado de su esposo en la cama, aunque oliera mal tras la jornada en el monte. Estaba entrenada para eso.

Era el verano de 1977. Y me gustaba mirar las armas de mi tío. Me encantaba acariciar sus cañones negros, ponérmelas al hombro y simular que mataba a un ser vivo. Parecía que toda la fuerza del mundo se escondía en esas escopetas. El poder de decidir sobre la vida y la muerte.

El marido de tía Patricia las guardaba en una pequeña habitación, al lado de la cocina. Era el espacio al que yo corría, cuando los mayores abandonaban la granja por mil motivos.

Aparte de las escopetas, allí había estanterías con libros misteriosos, y carpetas con mil páginas de negocios que no entendía, porque él era un hombre de empresa de los de toda la vida en ese tardofranquismo. Una tarde encontré una revista con mujeres desnudas debajo de una biblia por estrenar. Arranqué un par de páginas para analizar, con calma, esa novedad de pechos y pubis sin depilar en la habitación del segundo piso en la que dormía, sobre las jaulas de los conejos que acababan tristemente igual que las perdices cazadas por el tío. Muertos y a punto de cocinar.

Al día siguiente, tía Patricia encontró las hojas pornográficas que había escondido bajo mi colchón. Yo desconocía entonces que las camas se hacen cada día, y enrojecí de vergüenza. No le conté de dónde las había arrancado, quizá para retrasar su divorcio.

Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Tenía trece años, y la vecina de la granja de al lado ya había cumplido los dieciocho. Su novio hacía el servicio militar a dos mil kilómetros de distancia. En África. Comenzó a contarme que le echaba de menos, que yo tenía el cabello bonito, de color castaño claro, tras los efectos del champú. Se ponía a correr entre los frutales para que la persiguiera, mientras yo me detenía a recoger caracoles, como un tonto.

Ese verano enfermé. Y la contrararon para cuidarme, porque estudiaba enfermería. Me hacía friegas en el pecho con no recuerdo qué potingue. Y bajaba sus manos rozando mi piel hacia mis calzoncillos. Se detenía en la goma, y me preguntaba si quería que siguiera descendiendo por la montaña. Yo era preadolescente, y apenas había podido analizar las dos páginas de las revistas pornográficas de mi tío. Era la etapa de la transición, y no sabía nada.

A. no insistió. Era guapa, rubia, de ojos azules. No es un tópico, era así. Todos los albañiles de la ciudad la silbaban cuando la acompañaba a comprar a la carnicería. Me dijo que era alto como un pino y tonto como un pepino, tras rechazar eso que me ofrecía y que yo desconocía. Acabé aplicándome el potingue yo mismo sobre mi pecho, ya que ella dimitió del proceso de mi sanación.

Una vez fui preadolescente. En esa época en que los preadolescentes todavía éramos críos en pantalón corto, y ni siquiera nos afeitábamos, pasaba los veranos en la granja de tía Patricia, en un lugar remoto de la tierra de la niebla.

Tenía trece años, y ellos habían contratado a un chico universitario para trabajar en el campo esa campaña. Era un veinteañero. Llevaba gafas redondas, de carey, y tenía el cabello rizado. E. ganó mi confianza contándome todos los libros que había leído, mientras le ayudaba a arrastrar los cubos repletos de manzanas a la carreta. Le tomé cariño, porque por primera vez un adulto me hablaba de un mundo que desconocía hasta entonces.

Él echaba una siesta rápida en el almacén de los tractores, al igual que el abuelo de la familia, antes de reemprender el trabajo duro en esas tardes sofocantes de agosto. Yo descansaba en la casa principal. Pero una tarde me pidió que me acostara a su lado, porque quería hablarme de algo importante. Comenzó a contarme viajes que me fascinaban. Pero rápidamente cambió de tema. Me preguntó si me tocaba, si quería bajarme los pantalones, si quería masturbarme con él. Se volvió agresivo. Y yo no sabía nada en 1977.

El abuelo, se hacía el dormido, pero escuchaba la escena a unos metros de distancia, en el almacén polvoriento y en penumbras que olía a fruta podrida. Era un viejo excombatiente de la División Azul. Un conservador de cuidado, que había enseñado a su hijo a matar perdices y, probablemente, a maltratar a su nuera. Se levantó de los sacos que le servían de lecho. Buscando sus pocas fuerzas, elevó al mozo por el cuello de su camisa y lo mandó de un puñetazo a casa, sin pagarle indemnización.

Fue en el verano de 1977. Esa tarde me permitieron sacar de paseo a Chispa. Por primera vez, corrimos entre los manzanos. Yo era un crío en pantalón corto, y sólo era consciente que quería jugar con la setter chispeada.

PD: Por suerte, soy hijo de la señora Sofía y del tenista.

PD2: Este post era para media semana. Pero lo cuelgo para que lo leas ahora. Tenías curiosidad, e igual te suaviza ese dolor físico.

PD3: Sigo absolutamente enamorado de Hanne Hukkelberg. De sus ojos chiquitos y su nariz grande. De su música. De su voz. De su aspecto. De que sea una tímida segura de sí misma. Probablemente, ni me conoce.

Cambio de planes

Lo siento chicas, esta noche no podré estar por vosotras.








Me esperan mis chicos en Canaletes.



Y si ellos me fallan, dormiré con mi Bruquet del Barça.


















La primera fotografía es propiedad de H&M.
La segunda es de Eulàlia. Y el teckel es una creación de Emily. Gracias a las dos.

Arco iris


Ana siempre afirmaba que en casa me notaba habitualmente triste, y que cuando salía a caminar cambiaba mi humor y parecía una persona distinta. Según ella, paseando por la ciudad daba el perfil aproximado de una persona feliz.

Esta tarde de sábado, el camino de Duran estaba cubierto de nubes. Eran estremecedoras en el cielo: cúmulos negros contra un fondo azul, como verlas en el cuadro de un museo de la mano de un pintor que las hubiera descrito con sus pinceles mejor que yo con mis palabras. Andaba con el forro polar verde colgado de un hombro. En un bolsillo reposaba el teléfono móvil. En el otro la cajetilla con veinte cigarrillos liados a mano la noche anterior. En la tierra de la niebla los fabrico sentado como un Buda sobre la colcha blanca de la cama de mi habitación, en el tercer piso, bajo la buhardilla, mientras escucho en la radio la repetición de programas emitidos ese día que ya se ha tachado en mi calendario vital.

Esta tarde de sábado sabía por experiencia que el primer kilómetro del camino estaría trufado de perros guardianes que ladrarían a cada uno de mis pasos. Siempre me acerco a las verjas de sus masías, y los tranquilizo susurrando suave en sus orejas. Les digo que deben ser como los chuchos suizos. Silenciosos. Pero vuelven a ladrar cuando me alejo. No tengo una gran influencia sobre su carácter latino.

Esta tarde de sábado, llevaba en la mochila un limón cortado en ocho partes, que siempre me refresca más que una botella de agua. Lo descuartizo en la cocina blanca de la granja de los caballos, con un cuchillo afilado, cuando mis padres miran la televisión en el comedor. Lo hago a escondidas, para que no crean que he enloquecido mientras envuelvo esos trozos de cítrico con film elástico transparente.

Esta tarde de sábado, llevaba en la mochila una novela de Dashiell Hammett: Collita roja. Leí un capítulo en esas escaleras rotas de piedra que bajan al canal, donde le gustaba bañarse al señor Gris. Devoré esa obra hace años y ahora quiero recuperarla (como me gusta recuperar el recuerdo del viejo perro fiel que ya murió). Prefiero esa relectura de la novela, más que cuando la leí por primera vez.

Esta tarde de sábado, llevaba una bolsa de plástico en la mochila. Recogí un par de kilos de caracoles, después de escarbar la tierra, de que me cogieran agujetas en las partes anteriores de mis muslos y de que me picara un bicho en el antebrazo. Cuatro días después, me sigue escociendo esa zona de mi piel, y continuo con las piernas doloridas. Pero el pequeño Hayden tendrá su comida favorita cuando le lleven de viaje a la tierra de la niebla dentro de poco.

Este sábado por la tarde me senté a fumar con las piernas colgando sobre el canal. La vegetación era exuberante tras las últimas lluvias, y entre las gramíneas estallaban brotes de amapolas. Llegaba la corriente negra del agua a algunos campos, a través de los ojos esporádicos de los pozos, para regarlos. Rugía allí, como queriendo afirmar que conducía la vida. Sentado, con las piernas colgando sobre el canal, oía pájaros. Miraba la naturaleza. Allí me sentía a gusto. Quizá Ana tenía razón y sólo sé sentirme feliz al aire libre.

Este sábado por la tarde, cuando escuché las campanadas que tocaban las ocho menos diez de la tarde, puntuales, en el campanario lejano, pensé en regresar a casa. Despegué el trasero del bordillo sobre el flujo de agua, y a mi espalda descubrí un arco iris inesperado y pefecto. Me asombró que estuviera allí, sin avisar. Ni siquiera había llovido en los tres kilómetros por los que transité. Nacía en una iglesia y moría en la sierra del sur. Lo observé un largo rato, tan perfecto, con su curva de colores, mientras marchaba por el camino de Duran.

Saqué el teléfono móvil del bolsillo de mi viejo forro polar verde, y llamé para contárselo. Pero Adi no estaba en casa. Seguramente ella también es más feliz al aire libre. Caminando.