El resorte
miércoles, 6 de septiembre de 2006 by el paseante
El señor Gris ha engordado un kilo, apoya de nuevo la pata enferma en el suelo y tiene la suficiente fuerza como para frenarse ante la puerta de la clínica veterinaria del hombre que cuida animales en la tierra de la niebla (recuerda, sin duda, las enormes inyecciones que le suministra periódicamente). Levantándole a peso, le pregunté a su nueva ayudante si estaba ocupado mi viejo amigo. La walkiria me pidió que siguiera sus contorneantes caderas hasta el despacho de la báscula de peso, de las estanterías con anticoagulantes y antisépticos, de los cajones con jeringuillas, del fregadero con restos de sangre, de la orla universitaria donde el veterinario todavía peinaba ese cabello castaño que ha ido borrándose en las posteriores fotografías desde la etapa universitaria en que compartimos piso durante cinco años.
Le sorprendió la mejora que ha experimentado el señor Gris en las últimas semanas: la reducción en la inflamación de su pierna, la suficiencia en el andar, su excelente estado de ánimo. Recomendó un refuerzo al tratamiento farmacéutico actual, en forma de nuevas píldoras, para engrosar los tendones de la articulación dañada (quizás así obtendrá una mejor calidad de vida en los meses -quizás años- que le quedan por delante). Nos sedujo dialogar un rato de temas pendientes; por ejemplo, que anda en conversaciones con una mujer de las tierras interiores. Imagino que leyó en mis ojos que me alegraba de veras. Siempre hemos dispuesto de mecanismos de comunicación silenciosos (miradas, palmadas en la espalda, muecas cóncavas o convexas en los labios...) que nos han permitido trasladarnos emociones sin hablar de ellas, comprendernos sin darnos explicaciones. Por algo somos cangrejos y tímidos y afectivos (en su caso, también es efectivo).
Regresé a la granja de los caballos esperanzado, con nuevas medicinas en la mochila para el señor Gris. El sargento Hayden intentaba conectar su nuevo juguete tecnológico de captar imágenes -fijas o en movimiento- en el aparato de televisión del comedor. Enfocó mi lugar en la mesa, lo puso en marcha y funcionó. La familia disfrutó de un inmejorable almuerzo, contemplando en la pantalla -a tamaño amplificado- cómo engullía caracoles o roía costillas de cordero o me salpicaba el morro con salsa allioli o hurgaba entre mis muelas con el dedo índice o le exigía un alehop al perro payaso para que tragara las sobras y ganara otros gramos de peso.
El primero en acabar de comer es siempre mi sobrino. Su estómago todavía es de tamaño reducido y asimila alimentos cuando le viene en gana. La segunda es la señora Sofía (a pesar de que se levanta varias veces para ejercer de anfitriona con su carácter servicial). El tercero soy yo porque no me apetecen las comidas copiosas y jamás tomo postre. Entonces el pequeño Hayden va a jugar con su abuela o con quien esté disponible en ese momento. (Conmigo, por ejemplo, si no hay nadie más.) Este domingo me tocó encaramarle sobre mis piernas. Antes expropió la cadena de la cortina del pasillo; y ahora se empeñaba en introducir una arandela en la primera falange de mi dedo índice de la mano derecha, luego en la segunda y -apretando- en la tercera. Me cogió desprevenido, charlando con alguien en la mesa, cuando tiró fuerte de la sujeción. Sentí un dolor inesperado y, al insistir en no soltar mi encadenamiento, liberó un pequeño resorte que llevaba años inactivo en mi interior: el de la violencia con los débiles. Le pegué una sonora bofetada.
A veces le doy un azote en el culo o una colleja. Sé que lo va a comprender y que va a llorar de mentira para que le mimen. Deduzco que vendrá de nuevo a jugar conmigo con el elefante que emite sonidos. Pero este domingo salió de paseo ese animal agresivo que comparte mi vida. Tras la bofetada, el pequeño Hayden se sentó asustado en el suelo y no lloró. Entonces entendí que mi reacción instintiva no había pasado por el filtro de la razón y me asusté de mí mismo. Por eso, y porque todos me observaban (incluso la cámara televisiva que había captado el momento, sin grabarlo), les mostré mi herida en el dedo (epidérmica y a nivel interior), y no se acabó el silencio.
El pequeño se levantó del suelo, solidario con mi infortunio, y cabalgó sobre mis piernas de nuevo, hasta que la señora Hayden le apartó de mí.
En mi infancia recibí muchas bofetadas (todas razonables, analizadas con el paso del tiempo, aunque entonces me dolieran). La mayoría provenían de las manos alargadas de mi madre. El resto, prácticamente, de Fermín Mas (un hermano de La Salle, con cuya congregación tuve los primeros tratos en materia educativa). Analizándolo con perspectiva, me resulta curioso: ambos me pegaron repetidamente, pero también me hicieron descubrir el mundo de las palabras. La señora Sofía me enseñó a leer y a escribir a los cuatro años, y Fermín me enseñó a relatar a los doce. Ahora les asocio con el mundo de la lengua escrita, y no con los castigos corporales.
No recuerdo golpes de mi padre, ni de ninguno de mis muchos tíos, aunque sin duda les di pie para ello (y quizás lo hicieran). ¿Tuvieron más paciencia conmigo que la mía con el pequeño Hayden, o no mostraron interés alguno en entretenerse con un niño?
Me encanta jugar con mi sobrino al escondite, o mostrarle secretos en la casa o en campo abierto, o contarle historias de osos polares que le hagan soñar. Pero le entusiasma ser un gamberro y mostrarse salvaje y libre. Y no tengo ningún interés en que me rompa un dedo índice con la cadena de una cortina (es uno de los dos que utilizo para escribir, porque me manejo exclusivamente con los índices ante el teclado). Tampoco en volverle a pegar. Me gustaría involucrarme en su educación y jugar a los premios y a los castigos. Pero no me corresponde. Así que les dejaré la responsabilidad a los Hayden; y ya veré si me apetece seguir ejerciendo de tío o esperaré a reencontrarme con él cuando esté habituado a esta forma nuestra de entender la vida, dentro de unos años, cuando ese animal feroz que habita en mi interior se haya largado definitivamente a hacer puñetas.
Le sorprendió la mejora que ha experimentado el señor Gris en las últimas semanas: la reducción en la inflamación de su pierna, la suficiencia en el andar, su excelente estado de ánimo. Recomendó un refuerzo al tratamiento farmacéutico actual, en forma de nuevas píldoras, para engrosar los tendones de la articulación dañada (quizás así obtendrá una mejor calidad de vida en los meses -quizás años- que le quedan por delante). Nos sedujo dialogar un rato de temas pendientes; por ejemplo, que anda en conversaciones con una mujer de las tierras interiores. Imagino que leyó en mis ojos que me alegraba de veras. Siempre hemos dispuesto de mecanismos de comunicación silenciosos (miradas, palmadas en la espalda, muecas cóncavas o convexas en los labios...) que nos han permitido trasladarnos emociones sin hablar de ellas, comprendernos sin darnos explicaciones. Por algo somos cangrejos y tímidos y afectivos (en su caso, también es efectivo).
Regresé a la granja de los caballos esperanzado, con nuevas medicinas en la mochila para el señor Gris. El sargento Hayden intentaba conectar su nuevo juguete tecnológico de captar imágenes -fijas o en movimiento- en el aparato de televisión del comedor. Enfocó mi lugar en la mesa, lo puso en marcha y funcionó. La familia disfrutó de un inmejorable almuerzo, contemplando en la pantalla -a tamaño amplificado- cómo engullía caracoles o roía costillas de cordero o me salpicaba el morro con salsa allioli o hurgaba entre mis muelas con el dedo índice o le exigía un alehop al perro payaso para que tragara las sobras y ganara otros gramos de peso.
El primero en acabar de comer es siempre mi sobrino. Su estómago todavía es de tamaño reducido y asimila alimentos cuando le viene en gana. La segunda es la señora Sofía (a pesar de que se levanta varias veces para ejercer de anfitriona con su carácter servicial). El tercero soy yo porque no me apetecen las comidas copiosas y jamás tomo postre. Entonces el pequeño Hayden va a jugar con su abuela o con quien esté disponible en ese momento. (Conmigo, por ejemplo, si no hay nadie más.) Este domingo me tocó encaramarle sobre mis piernas. Antes expropió la cadena de la cortina del pasillo; y ahora se empeñaba en introducir una arandela en la primera falange de mi dedo índice de la mano derecha, luego en la segunda y -apretando- en la tercera. Me cogió desprevenido, charlando con alguien en la mesa, cuando tiró fuerte de la sujeción. Sentí un dolor inesperado y, al insistir en no soltar mi encadenamiento, liberó un pequeño resorte que llevaba años inactivo en mi interior: el de la violencia con los débiles. Le pegué una sonora bofetada.
A veces le doy un azote en el culo o una colleja. Sé que lo va a comprender y que va a llorar de mentira para que le mimen. Deduzco que vendrá de nuevo a jugar conmigo con el elefante que emite sonidos. Pero este domingo salió de paseo ese animal agresivo que comparte mi vida. Tras la bofetada, el pequeño Hayden se sentó asustado en el suelo y no lloró. Entonces entendí que mi reacción instintiva no había pasado por el filtro de la razón y me asusté de mí mismo. Por eso, y porque todos me observaban (incluso la cámara televisiva que había captado el momento, sin grabarlo), les mostré mi herida en el dedo (epidérmica y a nivel interior), y no se acabó el silencio.
El pequeño se levantó del suelo, solidario con mi infortunio, y cabalgó sobre mis piernas de nuevo, hasta que la señora Hayden le apartó de mí.
En mi infancia recibí muchas bofetadas (todas razonables, analizadas con el paso del tiempo, aunque entonces me dolieran). La mayoría provenían de las manos alargadas de mi madre. El resto, prácticamente, de Fermín Mas (un hermano de La Salle, con cuya congregación tuve los primeros tratos en materia educativa). Analizándolo con perspectiva, me resulta curioso: ambos me pegaron repetidamente, pero también me hicieron descubrir el mundo de las palabras. La señora Sofía me enseñó a leer y a escribir a los cuatro años, y Fermín me enseñó a relatar a los doce. Ahora les asocio con el mundo de la lengua escrita, y no con los castigos corporales.
No recuerdo golpes de mi padre, ni de ninguno de mis muchos tíos, aunque sin duda les di pie para ello (y quizás lo hicieran). ¿Tuvieron más paciencia conmigo que la mía con el pequeño Hayden, o no mostraron interés alguno en entretenerse con un niño?
Me encanta jugar con mi sobrino al escondite, o mostrarle secretos en la casa o en campo abierto, o contarle historias de osos polares que le hagan soñar. Pero le entusiasma ser un gamberro y mostrarse salvaje y libre. Y no tengo ningún interés en que me rompa un dedo índice con la cadena de una cortina (es uno de los dos que utilizo para escribir, porque me manejo exclusivamente con los índices ante el teclado). Tampoco en volverle a pegar. Me gustaría involucrarme en su educación y jugar a los premios y a los castigos. Pero no me corresponde. Así que les dejaré la responsabilidad a los Hayden; y ya veré si me apetece seguir ejerciendo de tío o esperaré a reencontrarme con él cuando esté habituado a esta forma nuestra de entender la vida, dentro de unos años, cuando ese animal feroz que habita en mi interior se haya largado definitivamente a hacer puñetas.
No te agobies más de lo estrictamente necesario, seguro que todavía te está amigo y se muere por oir tus historias de osos polares. Mi hija de dos años, la Colometa, también se ríe cuando me pellizca la verruga de la muñeca derecha y consigue de mane sangre de ella, mientras su padre ulula de dolor.
http://colometa.blogspot.com
Gracias por el comentario, y yo me pondría una tirita en la muñeca.
Les úniques bufetades que recordo són les que em van caure sense raó, les altres hi van ser però no van fer tan mal.
I això que els crancs ho recordem "prácticament" TOT...
El problema es que pellizca inopinadamente, sin avisar, con alevosía y traición. Así, es imposible prever los ataques y entiritarse antes. Ya tengo hora con el dermatólogo para que me la queme. Empezará con la peca del codo izquierdo...?
Hola paseante, llego por aquí saltando de un lado para otro.
Respecto al bofetón, pues entre un extremo y otro debe estar la virtud, digo yo.
Recuerdo una escena en un centro comercial; mi hija de 3 años se tiró al suelo en uno de los 2 berrinches que ha tenido en toda su vida, y se llevó una buena regañina con un capón incluido. Al levantar la vista mientras tiraba de la niña hacia la salida, una madre mi miraba con desprecio - supongo que por recurrir a levantar la voz + capón.
La escena paralela la protagonizaba a su lado el padre, que se agachaba (casi arrodillaba) ante un crio de menos de dos años (=no lenguaje verbal), que chillaba furioso y descontrolado en su cochecito. El padre, suavito, iniciaba una frase así como "cariño, tienes que comprender que los papás te quieren, pero ahora creen que ". Mientras el niño iba pegándole al padre en la cara con un sonajero que finalmente salió volando. Lo recogió la madre.
En fin.
No son fáciles.
Los niños.
Gracias a todos por los comentarios.
Això de que els crancs ho recordem tot Violette... deu dependre de l'edat. No?
También he pasado por eso de la quema para borrar problemas de la piel Colomet. Ya verás como no duele, y le puedes contar a tu hija que fuiste muy, muy valiente.
Siempre he pensado que toda la carrera de Psicología debería impartirse en los pasillos de los centros comerciales Xurri, con los estudiantes sentados en el suelo intentando contrastar la teoría del profesor con los ejemplos prácticos de los visitantes.
Amb l'edat, al menys a mi, em queden els MILLORS records...