Barrio

Hace dos meses de calendario que estoy con la muchacha triste.

He deseado celebrarlo entrando en su librería, vestido con corrección. Pero temía ver al fumador por la zona. Así que he detenido el ómnibus 39; baja a la playa que hace tanto tiempo que no visito.

He comido calamares a la romana, con la mirada en los veleros del muelle y el cerebro calculando los años que debería trabajar para comprar el más pequeño de todos. Con el postre, me he permitido el exceso de pedir una copa de cava para brindar por la relación. En el auto chin-chin, me he preguntado cómo estaría pasando ella este aniversario desde que le compré el cuento de la rata Maisy.

Un grupo de extranjeros tomaba el sol inofensivo de febrero en la mesa contigua de la terraza del restaurant, como en el cuadro de Edward Hopper, sin que detectaran el rastro del amor en mi rostro.

He regresado a casa caminando. Casi alcanzaba el lugar en el que duermo, cuando un hombre de edad avanzada –tendría un par de años más que yo- me ha preguntado por una dirección en inglés. He intentado explicarle mi desconocimento de la zona con signos, porque llevo un día estudiando su idioma y sólo sé decir: "This is my husband, Peter".

Todas los nombres de calle me suenan. Hace seis años que resido en esta zona. Pero no acierto en la diana con ninguno de ellos cuando un desorientado me pregunta. Tengo mala memoria. Antes, me atrevía a dirigir el camino de los viandantes. Pero, al llegar a casa y consultar la guía municipal, comprendía que los había mandado a la zozobra. Ahora, cuando me interrogan, les digo que también ando perdido en la ciudad porque pertenezo a la granja de los caballos donde no hay calles.

Conozco los lugares por la gente que vive allí o por los negocios en que necesito comprar. Camino hacia ellos sin vacilar. La calle del hombre sin suerte, la calle de la pescadería, la calle de correos, la calle de la muchacha triste, la calle del vidriero -que es amigo del hombre sin suerte-, la calle de la escuela infantil del pequeño Hayden, la calle del estanco. Me gustaría cambiar los nombes de esas rutas de paso. No sé nada de un tal Torrijos. ¿Acaso somos amigos? En cambio, sé de la mujer que despacha novelas allí.

Llego a casa. Hay una carta que no es una factura en el buzón. La deposito cerrada sobre el escritorio, suavemente. La leeré cuando regrese del paseo obligado con el señor Gris. Tengo curiosidad por ver si la letra de Paloma es semejante a su voz.

En el exterior, recorro un trayecto de mi calle. Es rectilínea, larga y estrecha. La mayoría de balcones ofrecen plantas. Se han puesto de moda las pequeñas tiendas de diseñadores téxtiles que emprenden su camino. Vive aquí mucha gente mayor que agradece que los estudiantes les cedan el paso. Me agrada tanto esa vía que jamás permito que el perro orine en ella. Quedaría bonito leer en la placa: "Calle del paseante y del señor Gris".

0 comentarios: