Inocencia



Camino hacia el sur a mediodía, por la calle Bailen, con el intermitente puesto para adelantar a esa fila de hormigas compuesta por ancianos con gorrita blanca y zapatos de rejilla (¿cuánto tiempo me queda para ser uno de ellos?).

Es un día de altas temperaturas en la ciudad. Procuro moverme despacio y por la acera de sombra. Por eso me cuesta tanto adelantar a la fila de ancianos, mientras me tienden tarjetas por si quiero entrar a formar parte de su club. "De momento no. Gracias".

Llego al parque donde corren mis sobrinos. Los veo de lejos. El pequeño Hayden parece más rubio que nunca porque ha estado en la playa. El pequeño faraón Nil parece más negro que nunca porque ha estado en la playa. Está guapo con el cabello rapado y los ojos grandes.

Mi hermana está colgada al teléfono, caminando arriba y abajo, porque una amiga suya se está divorciando y acaba de salir de la abogada. Mientras, me cuida otra amiga suya. No recuerdo su nombre, aunque me cruce a menudo con ella por la calle y hablemos como si la conociera de toda la vida. Es de esa gente encantadora que te arregla el día porque, aunque le digas que la prima de riesgo ha subido a quinientos puntos, se pone a reír. Me gustan las personas que escapan del drama.

En el parque corren mil niños sin problemas. Aunque hoy sea el día más cálido del año, no llevan ni gorritas blancas, ni zapatos de rejilla, ni la carga de toda una vida. Son vírgenes. Están empezando. Le digo a esa mujer, de la que no recuerdo el nombre, que esa es la mejor edad, que deberíamos ser siempre como ellos. Y sonríe con sus ojos oscuros. Luego se acerca su hija pequeña, una mofletuda de tres años que se llama Joana y me toma cariño al instante, como si ya fuéramos un poco novios (cuando una chica te pega en el culo, ya eres novio, ¿no?).

A media tarde, acompaño a mi hermana y a los niños a su piso. En la entrada está la vecina de enfrente con sus dos hijos: Bernat y Berta. La madre va cargada con el carrito de la compra que debe pesar unos trescientos kilos. Me parece un poco extraño que cargue con eso cuando vive en un tercer piso real sin ascensor. Pero la ayudo a subirlo, mientras Berta, su hija de cuatro años, mi novia desde esta primavera, me hace preguntas con su tirita en la frente, cuando descansamos, su madre y yo, resoplando en los rellanos.

Entro en la vivienda de los Hayden con ella, mientras el resto de gente se queda en la escalera. Berta mira una bolsa de cereales de chocolate en la cocina y me pregunta si puede comer unos cuantos. Le digo que coja la bolsa y se lo pregunte a mi hermana y a su madre. Ella me dice que no puede cogerla, que lo tiene prohibido. "Claro que puedes agarrarla". Se la pongo en la mano y salimos donde está la gente. Su madre le pega la bronca por haber tomado algo sin pedir permiso y ella eleva su carita hacia mí, con pena. "Se lo he dado yo, ella no quería", les cuento. Y Berta me sonríe con su tirita en la frente, aligerada ante esas normas y esas instrucciones que quizá no entiende a su edad.

Regreso a mi casa con ese bochorno que no cesa ni al atardecer. Procuro moverme despacio, por la acera de sombra. Me siento en un banco del paseo de Sant Joan. Quiero que pare ese sudor que me resbala por la frente, antes de entrar en una peluquería china para que me esquilen. Me atiende una chica que afirma ser vietnamita. Tras raparme al uno (me lo ha hecho al dos, pero no protesto), me dice que tengo la cabeza con la forma de un recíén nacido. Ignoro si se refiere al exterior (cráneo) o al interior (cerebro). Sonrío.

Me gusta la gente que me hace reír. Me gusta mi novia de cuatro años con su tirita en la frente que me mira siempre con esos ojos... Me gusta esta tarde en el parque con la madre de Joana, que es eternamente optimista y se ríe por nada. Me gusta que me engañen y me rapen al dos cuando yo quería que me pelaran al uno, para que regrese a esa peluquería china antes de tiempo. Me gusta la vida.

Centenario del Turó Parc



Había una vez un chico con boina, que acababa de instalarse en un pisito de veinte metros cuadrados en Barcelona, cuando estaba acostumbrado al espacio. Encima, dos días después llegaba su pareja (una veterinaria cargada de baúles transoceánicos) para compartir espacio vital.

Aquella tarde de domingo de 1999, salió a caminar sin mapas, para tomar el aire. Lo hizo en línea recta, en dirección oeste, y pasó por unas calles silenciosas con pocos negocios, con poco tráfico rodado, con poca gente y mucha limpieza (poca gente es sinónimo de mucha limpieza). Llegó hasta unas verjas de hierro tras las cuales le sorprendió una hemorragia de vegetación en mitad de tanto cemento. Entró con una curiosidad que se iba convirtiendo en devoción a medida que dejaba sus huellas en esos caminos de tierra. Cuando acabó de circundar el pequeño parque, se sentó en un banco y abrió un libro. Sólo recuerdo (porque el chico de la boina soy yo, obviamente) que esa novela tenía la cubierta de color blanco, pero soy incapaz de decir el título o el autor. Me enamoré de ese lugar como quien se enamora de una persona. Desde entonces ha sido mi sillón orejero, mi hábitat, mi buhardilla, mi templo, mi calma, mi alma.

Este sábado, después de comer, he entrado en la web del ayuntamiento de Barcelona. No lo hago casi nunca, por pereza. Pero hoy tenía la tarde vagabunda (que diría aquella novia veterinaria transoceánica) y buscaba algo interesante por hacer. Por aquellas casualidades de la vida, he visto que se celebraba el centenario de la creación del Turó Parc (y yo sin recibir ninguna invitación del alcalde).

Me he puesto mis mejores galas (los tejanos negros del H&M y la camiseta que me trajo mi hermana hace poco de Roma), he llamado a la mujer de los mares del sur y hemos reproducido el mismo trayecto que llevo recorriendo hace más de trece años (al menos una vez por semana).

Por el camino he recordado aquella tarde de domingo de 1999, cuando acababa de instalarme en Barcelona y salí a caminar sin mapas.

Esta noche, cuando he regresado a casa, he pensado que debía escribir alguna cosa sobre ese centenario del parque que me gusta tanto. Hace tiempo que Amber me mandó un poema de Joan Margarit que hablaba de ese recinto. He estado buscando en Google si había más cosas y he visto que José Agustín de Goytisolo era un adicto a ese lugar. He entrado en su wikipedia y he visto que murió un mes después de que yo me instalara en Barcelona. Por aquellas casualidades de la vida, ese poeta era amigo de un amigo mío (aunque no llegué a conocerlo). Quizá aquella tarde de domingo de 1999, mientras leía un libro con la cubierta de color blanco, Goytisolo andaba por allí intentando recordar cuando se había enamorado del parque, antes de saltar por la ventana.

Tiene un poema sobre el Turó Parc, pero no me gusta (se titula "El ángel verde" y se encuentra fácilmente en internet).

Prefiero el que me mandó Amber, de Joan Margarit. Gracias parisina.

Retorn al Turó Park

Més alts i foscos, els llorers cobreixen
els cavalls verds de bronze enmig del llac.
Quan el passat es converteix en somni
dessota els arbres que ja no existeixen,
com un luxe d'antany el parc estén
el seu color verd fosc dins els teus ulls;
tornen les pluges roses de l'estiu
damunt dels eucaliptus, i les veus
que ara esperen l'oblit. L'estany ombrívol
ha conservat els seus nenúfars,
ombres de vestits blancs en caure un vespre
com la lluna en el pit d'obscurs xiprers.

Y ésta es una fotografía preciosa que ha hecho Emily en el parque. Gràcies ebrenca. Son dos regalos (el poema y la imagen) para ese recinto que hoy ha cumplido cien años. Sigue siendo mi alma, mi calma, mi templo, mi buhardilla, mi hábitat, mi sillón orejero.


Mensaje en una botella



Nos sentamos en una terraza de diseño en la Rambla del Poble Nou a mediodía. Elegimos una mesa que queda protegida del sol, gracias a la sombra de un árbol, porque ella tiene el escote y las mejillas enrojecidas por el clima de Barcelona. No sé si me mira tras sus gafas oscuras de pasta o si prefiere observar a esos bebés sonrosados que pasan a pie o acomodados en los cochecitos Jané que arrastran sus padres frente a nosotros. Debe haber una feria cercana porque muchas manos infantiles aguantan globos de color rojo que chocan en el aire los unos contra los otros.

Un niño, que está en esa etapa de dejar de ser renacuajo para convertirse en rana, alarga las piernas torpemente para intentar avanzar sin caerse, mientras su padre va tras él, con la espalda curvada y los brazos estirados, para evitar su posible aterrizaje de bruces contra las baldosas. Lleva un gorrito sahariano de color rosa y es blanco como la leche. Es gracioso.

Ella sonríe ante esa escena y entonces sé que no me mira a mí, que mira al niño tras sus gafas oscuras.

-Es guapo.
-Es una ricura.
-Creo que deberías hacerle caso al filósofo.
-Calla, loco. Ya te conté que incluso abre una botella de vino de vez en cuando para ver si me atonta y digo que sí.

Sé que lo afirma con la boca pequeña y que corre un gusanillo discreto por los laberintos de su curiosidad, aunque se haga la desinteresada. Pide la carta. Son las cuatro de la tarde y todavía no ha comido. Yo pido un café.

Se ha sacado las gafas de sol y la veo engullir tranquilamente un bocadillo de fuet con los mofletes y el escote enrojecidos. Estoy tranquilo allí con ella, aunque debamos correr, cada dos por tres, la mesa de sitio porque el sol avanza en el cielo y el árbol ya no nos protege de sus rayos.

Siempre digo que ella es mi segunda hermana. Es castellana, castiza, echada p'alante, culta, sensible. Se ha especializado en cuidar a sus dos gatos y a los zombies (sus amigos, entre los que me incluyo). Me mira un momento con esos ojos grandes y azules, y deja de masticar para decirme: "Estás más gordito, me gustas así". Y renuevo inmediatamente el contrato que me vinculará a ella de por vida, aunque lo hagamos de Primavera Sound en Primavera Sound.

Es domingo y el cielo parece que quiere cambiar a oscuro. Se acercan nubes negras más allá de la montaña de Montjuïc. Nos quedan tres horas para la salida de su tren y ella quiere caminar hasta Sants Estació. Me sorprende esa petición, porque no es de largas marchas y viene de cuatro noches agotadoras en el festival de música. Creo que lo ha decidido porque tiene ganas de hablar conmigo y sabe que yo sólo abro la boca si camino. En estático me quedo mudo.

Así que arrastro su maleta roja con ruedecitas por medio mapa de Barcelona charlando de política, de miedos, de la vida, de responsabilidades, de libros. Hacemos altos en el camino: en la plaza de la Catedral, en la librería Laie del CCCB, en el patio del Convent dels Àngels, en la Gran Via de les Corts Catalanes.

Zigzagueamos como turistas anónimos en su último día de visita a la ciudad.

En el Parc de Joan Miró nos desplomamos agotados en un banco urbano para descansar los pies, mientras resoplamos. Le arreglo el flequillo rojo y empapado de sudor sobre esos ojos grandes y azules. Entonces saca un teléfono de su bolso y comienza a pasar las yemas de sus dedos por la pantalla táctil para mostrarme fotografías diminutas del filósofo. No lo había visto en mi vida. Tiene cara de buen tipo, de persona racional. Es calvo, lleva una barba recortada y sus ojos siempre sonríen en esas imágenes que aparecen y desaparecen por ese marco de pocos centímetros cuadrados.

Ella vuelve a llevar sus gafas de sol. Así que no sé si me mira a mí o mira a esas dos niñas gemelas con trenzas doradas que comen un helado de color pistacho por la calle Tarragona.

-Creo que deberías hacerle caso al filósofo -le digo despatarrado sobre ese banco.
-Eres un cansino, catalino... -me responde despatarrada sobre ese banco.

Todavía queda un rato para la salida de su tren y comienzan a caer algunas gotas del cielo. Me invita a una caña en una tasca de la calle Béjar porque no llevamos paraguas. Nos recibe el dueño sudamericano, la camarera sudamericana y su hija (probablemente) con ricitos que nos sonríe y arrastra dos sillas de una mesa, con su poca fuerza, para que nos sentemos. Se me cae la baba mirándola.

-Juanito, como vuelvas a hablarme de niños...

Sonrío con la mirada. Entonces extraigo una botella de vino tinto (D.O. Tierra de la Niebla) que llevaba escondida en mi mochila y se la regalo. Es la primera vez que tengo un obsequio para ella, cuando esa mujer ha tenido mil detalles conmigo en todos estos años.

-Tómatela con el filósofo.
-Si ejque eres lo peor, niño. Si ejque los hombres sois unos pesaos.

Pero sé que le ha hecho ilusión que se la entregara, porque me mira con esa carita.

Nos despedimos en la cola del AVE. Ella arrastra su maleta roja, su bolso negro con una botella de vino y su carpeta de plástico con el billete impreso. Cuando le pasan el equipaje por el arco detector, se gira para mirarme por última vez hasta el próximo mes de mayo (quizá nos veremos antes). Me regala una última sonrisa de segunda hermana y me dice hasta pronto con la mano.

PD: Tres días después me envió un sms: "Voy con tu puta botella de vino a casa del puto filósofo. Si ejque eres más malo... :-) Pero te quiero mucho".