Desnudos


Llega un autocar blanco y aerodinámico con la mujer de los mares del sur a bordo. No me mira a través de la ventanilla, porque no es adicta a expresar sentimientos. Quizá está un poco angustiada porque la cena es en su honor y aborrece ser la estrella (aunque ahora escribe una novela, y le tocará serlo).

En el taller mecánico, la pintora ha preparado una mesa larga y ha escondido sus preciosos cuadros, no vaya a ser que le roben alguno. O peor todavía: que se los compren en un descuido. Lleva días levantando polvo, poniéndolo todo bonito para su amiga de los mares del sur. Cuidando los detalles. Amenazando con el viejo trabuco de su abuelo a aquellos que no se dignen a asistir (malditos bastardos), con su mirada fiera en su rostro de Ally MacGraw.

Por la calle camina Pocoyó, que siempre parece una niña tranquila, con un pastel de caramelos y cuentos preciosos para contar. A su sombra, se cuela en el taller el jardinero fiel, que siempre parece un niño tranquilo, con mermelada de naranja amarga y un ramo de flores para la mujer de los mares del sur, que ahora reposa en un jarrón junto a una ventana sobre un río.

La sirenita llega despistada, sin arreglarse, sin conocer muy bien el lugar al que acude. Pero las mañanas no necesitan decorarse para ser bonitas.

Al poco rato, la mujer checa llama con los nudillos a la puerta. Tiene cara de buen tiempo, de primavera, de que la vida es más sencilla de lo que parece. Su sonrisa es de esas que te arreglan un mal momento.

Salgo un momento a comprar tabaco y, cuando regreso, descubro en el taller mecánico a un par de personas elegantes. Ella es la mujer noble. Su fachada distinguida esconde unos cimientos francos, fuertes, consolidados. Pero sencillos, al mismo tiempo. Podría ser una de esas amigas eternas. Fieles. También exigente. Él es un vendedor de ilusiones. Simpático, cultivado, detallista. Un tipo que no te deja indiferente y al que acabas queriendo, sin remisión. Es Jack Lemmon, en esencia.

Las últimas en llegar son la maîtresse y la vecina envidiada. Aparecen con dulces y un pastel de verduras. La invitada francesa es francesa de verdad. Puro glamour, puro estilo, puro savoir faire, puro encanto. Una mujer hermosa externamente, de esas que te dejan sin habla (como diría Holden Caulfield en El guardián entre el centeno). La vecina es una preciosidad de persona. Sencilla, empática, entrañable, cariñosa. Te enamoras de ella a primera vista. Sabes que nada será complicado a su lado.

La pintora echa el cierre a la persiana, y nos obliga a sentarnos a la mesa y conocernos, apuntándonos con el viejo trabuco de su abuelo y su mirada fiera en su rostro de Ally MacGraw.

Somos once (parecemos un equipo de fútbol con la camiseta de Blogville -copyright de Violette Moulin), esa noche agradable, que se alarga, hasta que la pintora levanta de nuevo la persiana y los invitados nos alejamos tranquilos con los vestidos que hemos alquilado en Menkes para parecer seres reales, más allá de nuestras letras escritas en los blogs. En el taller quedan los fantasmas de las palabras pronunciadas y, extrañamente, no redactadas. Permanece el eco de una velada de invierno que vamos a recordar.

Al día siguiente, llega un autocar blanco y aerodinámico a la estación de la calle Numància. La mujer de los mares del sur sube a bordo. No me mira a través de la ventanilla, porque no es adicta a expresar sus sentimientos. Antes se ha hecho una concesión a sí misma: me ha contado que está alegre por esa cena en que no quería ser protagonista. Se ha sentido especial. Imagino que como todos nosotros.

PD: Gràcies per convidar-me, Rosa.
PD2: Gracias por la música, Ilse. Son muy buenos.

Borada


Hace poco subió la vecina de abajo para quejarse de unas humedades en su cuarto de baño. Es una sindicalista menuda y atacada por los nervios, que tiene tres libros de poesía publicados (según ella). Creo que no me gustarían porque me cuenta que es una persona muy ocupada, y para narrar algo que valga la pena hace falta tiempo y calma.

Hace poco subió el albañil de la compañía de seguros para investigar de dónde venían las humedades en el cuarto de baño de la sindicalista de abajo. Era un andino menudo y atacado por los nervios, con tres libros de poesía publicados (según él). Dejó fluir el grifo e inundó de agua las baldosas con el teléfono de la ducha. "Esto van a ser las racholas. No lo cubre el seguro", sentenció. Me contó cómo rascar las juntas entre las baldosas e impermeabilizarlas con borada (una especie de cemento que no deja filtrar el agua), cómo poner selladora entre la bañera y la pared, y cómo desenroscar los grifos y rellenarlos con cemento blanco. Lo anoté todo en mi libreta (donde apunto ideas para escribir posts), sacando la puntita de mi lengua aplicada. Le dije que comprendía perfectamente sus instrucciones y que me dedicaría a ello inmediatamente. A veces no me queda otro remedio que mentir. Jamás he sido manitas, pero ahora soy pobre y no puedo contratar a poetas lejanos para que me impermeabilicen el baño.

Me desplacé al Servicio Estación con una gorrita de lana, para dar el pego, y la libreta (donde anoto ideas para escribir posts) repleta de marcas de selladoras, de boradas y de cementos blancos. Parecían jeroglíficos, mientras subía y bajaba los cinco pisos buscándolos en ese universo hostil para los que no somos hábiles con las manos. Me perdí entre las estanterías repletas de artículos tan indescifrables como los poemas de algunas personas sindicalistas o andinas que escriben aunque sean gente muy ocupada y nerviosa. Encontré los productos tras consultar en los puntos de información. Con todo, me rascaba la cabeza, bajo mi gorra de lana gris, leyendo las instrucciones de una caja de cartón que podría parecer un detergente para lavar a mano, pero que se titulaba Juntas blancas impermeables Beissier. Llevaba un poema escrito en la parte frontal: "Limpiar y sanear las juntas. Añadir 0,4 litros de agua por cada 1,5 kg de Juntas blancas impermeables y mezclar hasta conseguir una pasta consistente. Aplicar con espátula de goma en diagonal sobre la junta, presionando sin frotar". Indescifrable, como un poema.

Regresé a mi cuarto de baño en ruinas. Me puse unos jeans viejos que me iban pequeños (cuando me agachaba para intentar mezclar ese polvo de la cajita mágica con agua, me quedaba la hucha trasera a la intemperie). Me puse el jersey que mi última novia dejó abandonado en un cajón de mi apartamento porque en el trópico van en manga corta y no necesitan disfraces de esquimales, e intenté aprender cómo se agarra una espátula.

Eso fue hace días. Me he pasado una semana cantando coplas que sonaban en TeleTaxi, mientras adquiría el oficio de albañil. Como sucede siempre en la vida, aprendes a base de tiempo y esfuerzo. A media semana, sellaba bien las baldosas. Supe cómo limpiarlas con un trapo húmedo para quitar el exceso de pasta. Cómo pincharlas con un mondadientes para saber que eran herméticas. De vez en cuando salía al balcón a fumar un pitillo, mientras se secaba mi gran obra de arte en el cuarto de baño. Esta noche ha pasado la primera chica escotada de la temporada bajo mi balcón (parece que asoma la primavera). La he incomodado con un silbido en forma de piropo, con mi hucha trasera al aire. No ha perdido el tiempo elevando su mirada para ver mi rostro repleto de polvo, mis dedos cortados por frotar el cemento, ni mi manicura echada a perder por la borada. Flotaba etérea, segura de sí misma. Por Torrent de l'Olla.

Parece que se acerca la primavera. Apago el cigarrillo en una maceta y regreso al trabajo.

PD: Podría escribir un post parecido por la muerte de mi ordenador, pero he optado por el cuarto de baño. Los trastos coinciden en estropearse últimamente. Estoy de reformas. Quizá por eso he estado lejos de Blogville.

PD2: Gràcies Emily per avisar que tenia un virus. Ets un encant.