Poco dinero en el bolsillo (y III)

Se colocó a la izquierda del hombre, a un palmo de distancia. Su corazón estaba desbocado. Sacó la mano derecha, muy lentamente, y la acercó al bolsillo del anciano. La pescadera estaba de espaldas y no les podía ver. Robin comenzó a despedirse del billete. Pendía de la punta de sus dedos pulgar e índice, en la boca de aquellos pantalones ajenos. Sudaba. Fue entonces cuando escuchó un chillido cerca de sus oídos.

Se giró sobresaltado y observó, a unos dos metros, a una chica atractiva con el rostro crispado. Mientras él la miraba, ella, el viejo y la dependienta contemplaban la mano de Robin agarrando un billete de cincuenta euros en la entrada del bolsillo del hombre. O en la salida, según la perspectiva.

Estaba petrificado. No sabía si soltar definitivamente el dinero o retornarlo al lugar de donde jamás debería haber salido. Lo dejó ir y pasó a ser propiedad del anciano. Apareció el encargado en escena, preguntando qué pasaba.

La joven bonita y la pescadera teñida de rubio manifestaron, señalándole con dedos ensortijados, que ese hombre intentaba robar al abuelo. Lo explicaron las dos a la vez, en un duelo de gallinas. Robin buscó una de sus sonrisas infantiles, para no dramatizar la situación. No encontró ninguna. Se le habían agotado.

Miró el carrito con las cosas que quería adquirir para su familia, y le costó tragar saliva. Su cuello se cansó de aguantar el peso de la cabeza, y se precipitó buscando el amortiguador de la papada. Estaba arrepentido de ser un buen tipo. Lo había sido toda la vida. Y cuando le enredaban, se prometía a sí mismo que no volvería a suceder. Pero siempre volvía a pasar.

Le condujeron a las oficinas del supermercado. No supo cuánto tiempo pasó hasta la llegada de una pareja de la Guardia Urbana. El encargado les contó que Robin no tenía trabajo, y que únicamente compraba lo imprescindible (siempre productos de gama blanca). Pero hoy le había notado extraño, corriendo entre los pasillos, y cargando productos que seguramente no podría pagar. El viejo se inventó que los cincuenta euros se los había regalado su nieta para pasar la Nochevieja. La pescadera detalló cómo los hábiles dedos del ladrón querían quitarle la comida de la boca a aquel venerable anciano. La chica atractiva se había marchado. Pero no importaba: nadie podría agrandar la herida de Robin.

Mientras el encargado retornaba a las estanterías el conejo de chocolate, el perfume, el cava, las conservas y los turrones, los agentes condujeron al detenido hacia la pequeña comisaría en el coche patrulla. Compartió el banco del pasillo con el hombre de edad avanzada, que quería presentar denuncia. Robin regresó por un momento a la realidad. Le miró y le preguntó, sin rencor: "¿Por qué?". El anciano respiró profundamente. No quería responder. Pero, finalmente, le miró a los ojos y habló con voz grave: "A mi edad será difícil que vuelva a toparme con alguien como tú. No lo entiendas como un insulto". Hizo una larga pausa. "Tengo que aprovecharlo. Algún día, cuando la vida te haya fastidiado del todo, entenderás por qué actúo así".

Mireia llegó a la comisaria hacia las ocho de la noche. No se había arreglado. Desde que su marido había perdido el trabajo, se había abandonado físicamente. Pero eso no le quitaba atractivo. Al contrario: la había rejuvenecido. No se maquillaba, ni se vestía de acuerdo a sus treinta y cinco años. La semana anterior se había cortado ella misma los cabellos castaños muy cortos, y su rostro anguloso quedó completamente al descubierto. Los pómulos se veían más pronunciados, y la mandíbula más amplia. Desde el embarazo, su cara había adquirido una belleza y una serenidad que no había tenido nunca, ni en la adolescencia. Todo era plácido en ella, menos los ojos, que eran severos, grandes, grises. Ahora los tenía húmedos.

Vio a Robin detrás de la mesa de un policía, que tecleaba una máquina de escribir antigua. No había más gente en la sala. Desde siempre, Mireia se había imaginado las comisarías llenas de humo, de ladronzuelos, de prostitutas medio desnudas. La realidad era un pobre policía trabajando en Nochevieja, y el hombre que le había prometido la mejor de las vidas posibles, con la cabeza agachada.

-¿Cómo estás? -le preguntó a Robin. No respondió. Sólo hundió la cabeza entre el hombro y el cuello de su mujer. Aquel rincón cálido le protegía del mundo.
-¿Dónde está María? -preguntó, tras un instante, incorporándose.
-Con mis padres.
-¿Qué les has contado?
-La verdad -Mireia lo dijo sin sentir vergüenza.

Entonces, Robin se serenó un poco, para explicarle la verdadera verdad. Mireia lloraba, sin hacer ruido, y eso sólo significaba una cosa: no le creía.

-¿Cómo quieres que te crea si me has dicho que robarías la cena y yo la cocinaría?
-No seas boba... Sólo era una frase irónica. ¿Cómo puedes creer que...? -movió negativamente la cabeza, pensando que no era cierto lo que le estaba pasando esa noche-. También les crees, ¿verdad?. Tú también les crees.

El policía dejó de escribir el atestado, y se hizo el silencio en la sala. Parecía contento de acabar el último documento de 2007. Se ausentó, dejándoles solos. Pasaron unos minutos hasta que Mireia rompió el silencio: "Ese hombre dice que si le damos cincuenta euros más, no presentará denuncia. Que le parecemos buena gente, y no quiere abusar. Le he contado que estás en paro, que tenemos a la niña...". Robin reencontró su vieja risa perdida. Se rió como nuca. Más fuerte que nunca. "¡La madre que le parió!".

Se le enrojecieron los ojos. Tenía las mejillas encendidas, y quiso sacar a gritos todo lo que guardaba dentro. Contarle a Mireia que quería comprarle perfume, y un muñeco para la pequeña y pescado fresco. Y que el viejo le compadeció. Pero se lo quedó en su interior. Tampoco le habría creído.

Estaba cansado. Mientras le pasaba suavemente la mano por la espalda, le pidió que se marchara, que preparara cena para ella y para la niña. Él se quedaría en la comisaría hasta que todo se aclarara.

Mireia se marchó en silencio, sin volver la mirada atrás para verle aislado del mundo en esa sala. Robin encendió un cigarrillo (aunque estaba prohibido). Se lo fumó a gusto, como cuando antes acababa un trabajo complicado. Hacia las once de la noche, entró un policía joven. Le dijo que su mujer había llegado a un acuerdo amistoso con el denunciante, y que podía largarse a casa.

En la comisaría había una máquina de pastas dulces. Robin puso un par de monedas y expulsó su cena de Nochevieja. No llevaba llaves de su piso. Aunque las tuviera, no habría ido allí. La avenida Icària estaba desierta, sin coches en movimiento, sin personas. La gente estaba en sus domicilios cálidos, preparando las uvas. A unos trescientos metros a su derecha observó las siluetas en el cielo de los árboles del zoológico. Pensó en las bestias a oscuras, sin celebrar la fiesta. Eso le hizo sentir menos solitario. Se imaginó los monos durmiendo apiñados en un rincón. Los ojos cerrados de los hipopótamos, que ya hacía horas que estaban en otro mundo, soñando. Los pájaros, con la cabeza bajo el ala, sin preocupaciones, seguros de que al día siguiente encontrarían la comida en el sitio de siempre.

Caminó hacia el puerto. Quería pensar allí. Recogerse y pensar. Llegó en media hora. El agua era oscura y, seguramente, fría. Parecía un mar de carburante. Se sentó en una de las escaleras que bajaban al Mediterráneo. Tenía los brazos en forma de equis, tomando sus hombros. El tronco hacía un movimiento nervioso, de péndulo, mientras miraba las aguas oscuras. El pequeño oleaje le llamaba. Le llamaba por su nombre.

Rumiaba cómo había cambiado todo últimamente. Se preguntaba si ya había tocado fondo, o si las cosas podrían empeorar todavía. Dudaba si saldría adelante, de si Mireia y María tendrían mejores oportunidades de arreglar sus vidas en solitario, o con otra persona, más que con él. Pensaba todo eso, mientras su nombre salía del agua, con un sonido metálico.

Cuando las fuerzas que le mantenían en tierra eran muy débiles, el cielo estalló, de repente, en un castillo de fuegos artificiales que sembraron el mar de colores. Robin regresó a la vida. Miró su reloj. Eran las doce. Un láser escribió en el firmamento: "Feliç 2008", como si toda la humanidad le felicitara. La brisa le acercó el olor de la pólvora. Temblaba.

Ese aire extraño le recordó que en Gales, cuando era joven, tenía un amigo a quien llamaban Boss. Era un líder. Buena familia. Magnífica posición social. Las chicas le perseguían. Pero murió joven. En un arrebato, en un desencanto quizá, se disparó en la sien con una escopeta de caza. Nadie, ni el mismo Robin, encontró jamás una explicación para ese suicidio. Pensaron que la vida le había derrotado por algún motivo desconocido, antes de tiempo.

Pensó en Boss, que lo tenía todo y se cansó de tenerlo. En el viejo, que no poseía nada y todavía quería luchar por sus migajas en esta vida. Guardó en el cofre de sus pensamientos aquella noche, y se acordó de Mireia. De la niña.

Se incorporó para llenar sus pulmones de ese aire envenenado de pólvora. Regresaba a la batalla. Aunque estaba casi desarmado, esta vez no le volverían a derrotar.

14 comentarios:

    Gracias por dejarme leerte.

    Petonets d'Any Nou.

     

    Precioso relato... gracias.

     

    Carai Paseante! No te m'enfadis, home! Que jo ja suposava que no acabaria com deia! (Per cert, l'acord amical entre la Mireia i l'avi cabronàs no tindria un preu carnal, oi?).
    Molt bo, de debò. Per un moment hi veia Dostoyevski. Però la decisió final, et redimeix. Feliç 2008!

     

    Gràcies a tu per llegir-lo, Arare. Petonets.

    Gràcies Xurri.

    Veí, he hagut de penjar el conte més depressa del que volia perquè estaves a punt d'endevinar el final. Un altre dia em treuré l'espardenya :-) Desconec l'acord entre la Mireia i l'avi, perquè jo estava a la comissaria amb en Robin. Que tinguis (tingueu) un Bon Any.

     

    Jo crec que has de continuar la història del Robin.

     

    Una història molt real. M'ha agradat llegir-la/llegir-te!
    Gràcies Paseante!

     

    Desprès d'aquesta història, no et venen ganes de ser bó.
    A les terres de l'Ebre tenim una dita: Qui neix desgraciat en los collons entropessa...
    Un beset de bon any...

     

    Paseante...A veces pienso que con los años y un poco de suerte acabas aprendiendo como funcionan ciertas cosas en esta vida.Claro que no siempre.
    Decidir sobrevivir y seguir en el campo de batalla es importante.
    Pero a mi me gusta la gente que puede perder la ingenuidad ...pero no la inocencia.
    Espero que Robin sea de los míos .
    Deberías explicarnos más cosas de él , de Mireia , de la niña ,del amigo que le acompañó a comisaria...
    Me ha encantado la história.
    La próxima que acabe por lo menos igual de bién , vale tío?

    tío de oncle vull dir...

     

    Bufff, a mi em fa ràbia l'avi, igual que em fa ràbia tota la gent que actua deshonestament. Potser sóc massa innocent.Clar que penso que el temps acaba posant les coses al seu lloc, o és el que vull creure...Sort que en Robin segueix malgrat tot

     

    Para que luego le digan a Robin eso de que el dinero no da felicidad...bueno quizás no pero ayuda...y si no que se lo digan a las señoras que tienen que devolver un montón de cosas en el Día tras hacer la compra porque no les llega el dinero!

     

    Aquesta història va acabar per cap d'any Gemma. No puc estirar-la més.

    Gràcies a tu Joana per llegir-la.

    Jaja, està bé aquesta dita, Emily. Tens un accent marcat eh? Un beset.

    MK, me ha gustado esa diferenciación que haces entre ingenuidad e inocencia. Da que pensar. Y ya he dicho que el relato acaba esa noche. Si siguiera sería una novela, y es sólo un cuentito.

    Coincideixo amb tu Khalina, el temps ho posa tot al seu lloc. I si ens fan mal, no és culpa nostra. El culpable és qui s'aprofita de nosaltres.

    Atikus, siempre me cabrea esa persona que atasca la cola del súper porque ha cogido más productos de los que podía pagar.

     

    I si crees el blog d'en Robin?? Pots anar inventant la seva vida setmana a setmana jaja... Com m'agrada llegir-te, et dono feina, però bé si segueixes amb el turoparc ens conformarem :)

     

    Jaja, Khalina, no m'hi veig amb cor. Prouta feina tinc amb el Turoparc. El que has de fer és escriure, que tu ho fas millor que jo coi.

     

    Gràcies paseante, no m'esperava pas un regal així per una nit de dissabte que no promet massa.

    Molts petons