Poco dinero en el bolsillo (II)

Agarró un carrito de la compra y enfiló los pasillos repletos de ofertas. En un rincón, donde no había nadie, volvió a calcular el valor de las monedas que llevaba encima. Lo hizo con la mano, palpando en la oscuridad de su bolsillo. Le avergonzaba extraer el dinero y contarlo abiertamente a la luz de los neones. Seguramente eran cinco o seis euros, que había que sumar a los dos billetes de veinte.

Mientras su mente administraba el presupuesto, su intuición captó su presencia y se le disparó el corazón. Levantó la mirada y le vio a escasa distancia. El encargado del supermercado no le perdía de vista desde que sus compras disminuyeron en volumen y en precio. Le miraba fijamente, al tiempo que la pistola de su mano escupía precios en una fila de melocotones en almíbar. Crac, crac, crac. Aquel tipo, de unos cuarenta y cinco años, tenía el rostro amarillento, y la expresión de los gatos que están a punto de atrapar un gorrión. Cada vez con más frecuencia, Robin se notaba incómodo ante la presencia de aquel empleado. Sentía no ser bienvenido en aquel establecimiento, desde que no tenía trabajo.

En los últimos meses se creía vigilado por aquellos ojos pequeños y oscuros. Levantaba un tambor de detergente para la lavadora y, alehop, detrás aparecía su cara, como los conejos que surgen de los sombreros mágicos. Giraba la esquina de la sección de los productos lácteos, y le descubría sacando el polvo de los tetrabriks. Algunas noches soñaba con ese encargado. Aquella persecución policial le hubiera podido transformar, perfectamente, en un ladronzuelo de latas de sardinas. Pero Robin seguía fiel a aquella frase que su madre le dijo cuando era pequeño: "Si vas a ser pobre, al menos sé honrado".

Esa Nochevieja quería huir de allí lo antes posible. Así que se organizó para agilizar las compras. Primero el pollo. Se dirigió, con el carrito, a la sección de carnes. Atajó, para ganar tiempo, por el pasillo de los dulces, donde un producto le llamó la atención. Era un conejo enorme de chocolate, envuelto con papel de colores. Hacía tanto tiempo que no le regalaba nada a su hija de tres años. Antes, cuando la vida era normal, cuando no necesitaba contar las monedas en la oscuridad de su bolsillo, solía aparecer en casa con un obsequio para María. Claro que no quería que creciera mimada, pero no sabía reprimirse.

Levantó el conejo para buscar el precio, junto al código de barras. Esperaba un milagro que no se produjo: costaba quince euros. Iba a retornar la figura a la estantería, cuando se desprendió una hoja que cayó, en zig-zag, entre los pies de Robin. Primero pensó que se trataba de la etiqueta del fabricante. Después, a medida que inclinaba la espalda para recogerlo y la hojita se agrandaba a su vista, fue tomando consciencia de que era un billete. Un billete de cincuenta euros. Podía tratarse de un truco publicitario. Por eso agarró con firmeza el papel moneda y lo miró de cerca. Lo expuso al contraluz de los neones. Comprobó las firmas, los números de serie y todo lo necesario para convertirlo en legal, para poder cambiarlo por el conejo de chocolate para María, por un frasco del perfume que antes usaba su esposa, para comprar pescado fresco y cava -porque el vino y el pollo pueden ser válidos para otra noche, pero no para ésa-, y turrón. Era un billete de curso legal. De los mejor impresos que Robin había visto nunca.

Sin preguntarse qué hacía aquel dinero debajo de un conejo de chocolate, dibujó su sonrisa infantil de siempre y cargó el conejo en el carrito. Dirigió sus pasos a la perfumería: un frasco pequeño de un perfume de Christian Dior. Después a las bebidas: una botella de Anna de Codorniu. A los postres: turrón artesano. También cargó piña natural y latas de berberechos, mejillones, aceitunas... Las ruedas del carro sacaban humo. Robin sentía ansiedad por regresar al piso y ver las caras que pondrían esas mujeres, que compartían su vida con él, ante las bolsas de plástico del supermercado. Estuvo a punto de atropellar al encargado, que salía de una puerta con el cártel de "privado" -seguramente eran los servicios-, y se quedó mirando, extrañado, el carro demasiado lleno de aquel parado.

Había cola en la pescadería. Un hombrecito viejo de voz escasa le ofreció el turno. El pescado y los crustáceos reposaban sobre montículos de hielo y perejil. El besugo y el marisco eran caros. Pero el lenguado era asequible y tenía buena pinta. Robin creyó sentir su sabor hecho al horno con almendras, el sabor del cava, de un cigarrillo, de la boca de Mireia después de tanto tiempo. Quería tres piezas, no muy grandes (a la chiquita se la trocearían en bocados pequeños). Miró el contenido del carrito y calculó su precio. Le sobraba dinero. Le sorprendía la buena suerte de esa última noche del año. Era una señal, sin duda, de que el próximo 2008 sería diferente. Mejor. La pescadera despachó rápidamente a dos señoras. Sólo quedaban el anciano y él por atender.

Se fijó en aquel hombre. Era muy viejo, o lo parecía. Tenía el cuerpo magro. Los huesos eran largos y estaban bien estructurados, como si alguna vez hubiesen formado parte de un organismo perfectamente alimentado. Los pantalones marcaban dos tallas demasiado grandes. Llevaba una cazadora de un material sintético, de un color avinagrado, y un jersey oscuro con el cuello gastado. La testa era noble, con el cabello blanco, abundante y enredado. Lucía una barba mal afeitada y tenía los ojos azules, transparentes, que decían: Aunque no lo aparente, sigo con vida.

Parecía un hombre lanzado a la miseria desde muy alto. La compostura no se correspondía con las ropas y la delgadez. Con un poco de imaginación, se podría adivinar en él un pasado de alto ejecutivo o de artista económicamente reconocido. No conducía ningún carrito, ni llevaba nada entre las manos, que permanecían estiradas junto a sus piernas. Su mano derecha se sumergió en el interior de los pantalones, de donde sacó un puñado de monedas de poco valor. Y las contó.

Le pidió a la dependienta que le pesara unas sardinas, no muchas. La mujer sonrió con la mirada. Las sacó de la báscula, y después le puso tres o cuatro piezas más en la bolsa, diciendo que se las regalaba porque en Nochevieja aquel pescado no tenía mucha demanda y acabaría en la basura.

Robin no conseguía dejar de mirarle. Cuanto más lo hacía, más se veía reflejado en él dentro de unos años. Quizá no encontraría otro trabajo -tenía más de cuarenta años-, quizá Mireia le abandonaría cansada de mirar al horizonte, sin verlo. Se imaginó viejo, y regresando a un hogar oscuro y solitario, con la única compañía de las sardinas para pasar la Nochevieja. Pensó que el destino se había equivocado de persona. El billete de cincuenta euros le correspondía al viejo, cayendo en zig-zag entre sus piernas, como una pequeña compensación que le ofrecía la vida después de tantas miserias.

Mientras producía, dirigía e interpretaba aquella película mental, Robin tenía la mano derecha en el bolsillo de su pantalón, que apretaba temblorosa el billete. Sabía que no sería suyo mucho más tiempo. Era como si otra persona lo hubiera decidido por él. Pensó en decirles adiós a los regalos para su mujer y la niña, adiós al frescor de la boca de Mireia, del cava, del lenguado...

No podía hacer nada por cambiar el destino. Estaba redactado. No quiso darle el dinero abiertamente al hombre, para no avergonzarle. Prefirió que se lo encontrara entre sus ropas, aunque quizás perdería un par de horas rumiando cómo habían ido a parar aquellos cincuenta euros allí (pero si alguna cosa le sobraba a aquel tipo era tiempo para pensar). Observó que sus pantalones eran anchos. Sería fácil deslizar en ellos ese regalo, hacia su oscuridad.

8 comentarios:

    ...mira no m´enganyis...¿SEGUR QUE ACABA BE??

     

    Vols dir que li ha de donar el bitllet? i la Mireia? i la Maria? aisss... no ens facis patir... em fas sentir dolenta... perquè jo no sé si li donaria...

     

    Al final em faràs dubtar MK.

    Encara no li ha donat Gemma. De fet, jo no li donaria. També sóc dolent.

     

    Jo sí que li donaria, però d'amagat. I hem compraria les sardinetes, menjades amb una bona amanida...

     

    Doncs jo no li donaria tampoc. Perquè és segur que el bitllet serà fals al final... ;-)

     

    li podria donar un bitllet de 20, i així té pels regals de la dona i la nena, no?
    Però bé, aquest conte ja té un final

     

    Dona, sardinetes amb amanida... Vols dir que no són millor unes gambes a la planxa, Emily?

    Veí, ja m'has trepitjat el final, apa que tu... Bé, el canvio i ja està. :-)

    El té Khalina. Fa temps que el té.

     

    En el fons té bon cor...es nota...
    Va, a veure com acaba!