Triatlón

Según Wikipedia: "El Triatlón es un deporte individual y de resistencia, que reúne tres disciplinas deportivas: natación, ciclismo y carrera a pie. Se caracteriza por ser uno de los deportes más duros que existen en el panorama competitivo internacional actual. Los deportistas que lo practican mantienen un severo calendario de entrenamientos para poder hacer frente a las exigentes condiciones de las pruebas, tanto físicas como psicológicas"

El sábado fui triatleta.

Natación. Por la mañana inauguré la temporada de verano acudiendo a las piscinas municipales de la tierra de la niebla con mi toalla de Shin-Chan. Ajusté mis gafas de natación y podría haberme lanzado al agua desde el trampolín como Tarzán, pero no soy exhibicionista. Así que bajé por la escalerilla lentamente porque el agua estaba fresca. Una vez mi cuerpo se aclimató a la nueva temperatura miré hacia la orilla lejana, a cincuenta metros de distancia. "Quien quiere puede", dictó mi cerebro en un ejercicio aprendido de autoayuda, y me aventuré nadando en plan perrito. Alcancé la meta sin que tuviera que venir el socorrista con bañador rojo a salvarme la vida, aunque tragué agua clorada.

Carrera. Mientras comemos, el señor Gris no se separa un milímetro de las piernas de la señora Sofía porque sabe que se va a enternecer y caerán sobras de comida entre sus fauces. Ella asegura ofendida: "No estic per animals", pero todos sabemos que la mano que esconde distraídamente bajo la mesa del comedor guarda un trocito de pollo entre sus dedos. Mientras comemos, el señor Gris no se mueve de su lado; pero después del amuerzo, no se distancia de mi sombra porque sabe que le voy a llevar a visitar sembrados y a pasear entre árboles frutales. En Barcelona, salir significa satisfacer sus necesidades fisiológicas. Pero en el campo, es sinónimo de trotar libre, de girarse de vez en cuando para comprobar que no le he abandonado. Este sábado se comportó como un gamberro sin hacerme caso, por lo que debí correr tras su estela, siguiendo el canal de riego, para que no se lanzara a la corriente y nadara en plan perrito hasta la otra orilla. Le regañaba, pero se escapaba de nuevo, y yo tras él. Estábamos a más de treinta grados, lo que me convertía en un velocista africano.

Ciclismo. El pequeño Hayden tiene bicicleta en propiedad aparcada cerca de la puerta principal de la granja de los caballos por si alguien se ofrece a acompañarle al circuito campestre. También dispone de buena memoria y me recordó la promesa de buscar mi vieja bicicleta aparcada en un garaje, ponerla a punto inflando sus ruedas y engrasando sus correas y salir juntos a hacer carreras. Cuando regresé sudando del paseo con el señor Gris, vino a buscarme: "Tio, tio, i la bici?". Me acompañó a la gasolinera para llenar de aire los neumáticos y quiso regresar a la granja montado en el sillín como un príncipe, mientras en mi frente se deslizaban gotas de rocío arrastrando el paso de Semana Santa. Me ganó en todas las carreras que disputamos hasta la cascada de agua, haciendo altos para espiar las orejas de esos conejos gigantes que viven cerca de la torre encantada, para buscar caracoles -haciendo ruido previo para ahuyentar a las culebras- o para que el pequeño mojara sus pies en la corriente del canal, fresca y ligera. Unas ramas de castaño acariciaban el agua con la punta de sus hojas y le conté que estaban bebiendo porque hacía calor y tenían sed. Había brazos de árbol a medio camino del canal y quiso saltar a la corriente para ayudarles a alcanzar la superficie líquida y que saciaran sus ganas de agua, pero le detuve al vuelo para no tener que nadar tras él corriente abajo. El pequeño Hayden se portó muy bien en el regreso, y me hizo caso al llegar a la ciudad para que se pegara a mi rueda trasera y no pedaleara sin que le diera permiso ante el paso de los automóviles.

Por la noche había completado mi triatlón, una prueba sólo al alcance de titanes. Tenía sueño, y el pequeño Hayden también andaba cansado. Pero el tenista y la señora Sofía nos propusieron ir a una plaza para lanzar petardos en la vigilia de San Juan. Había una orquesta con dos chicas solistas en traje de lentejuelas y tres músicos ataviados de negro. Nadie bailaba y todo parecía triste, así que me acordé del año pasado cuando celebré el solsticio de verano con una persona genial a la que le gusta disfrazarse de japonesa o de prostituta (según la compañía teatral que la contrate), que me cuidó en una playa. Mi sobrino estaba sentado en una esquina. Intentaba mirar a los Tony's music, pero se le cerraban los ojos.

-Pare, vull anar a dormir? -me dijo, abrazándome.
-Sóc el tio, home.
-Sí, ja ho sé. Em portes a dormir?

Pesaba mucho. Le oculté que el levantamiento de pesos todavía no figura entre las pruebas del triatlón. Esa noche dormimos como reyes. (El señor Gris se refugió en el dormitorio de mis padres, sin que tenga permiso, para que le protegieran de los petardos.)

Domingo

Fue provindencial que dejara de interesarme el fútbol justo antes de que el Barça perdiera el rumbo de la nave y acabara embarrancando en un lodazal. Ahora, en la distancia, me sorprende cómo permití que se adormeciera mi alma y se embruteciera mi espíritu con el juego de la pelota, durante años.

He perdido demasiado tiempo de mi vida viendo partidos, escuchando tertulias radiofónicas plagadas de gritos forofos, leyendo los rumores de fichajes en los periódicos deportivos...

Por eso ahora intento purificar mi espíritu a través de la poesía, de la música clásica o de los paseos más habituales al Turó Parc. Atrás quedan esos ataques de angustia frente al televisor cuando el encuentro seguía empatado a cero a pocos minutos del final, esas paredes forradas con las fotos oficiales de las plantillas de los últimos veinte años que acortaban las visitas a mi domicilio de las chicas que me interesaban, esa ropa interior blaugrana de estética cuestionable.

Esta tarde he dado un paseo agradable con el señor Gris (que ahora es el señor Rosa porque ha ido a la peluquería y lo han rapado pensando en el calor veraniego) hasta el parque de la Sagrada Familia. Una anciana que tomaba el fresco debajo de un árbol nos ha llamado. Ha elevado una cadenita que decoraba su cuello para mostrar un pequeño crucifijo que dormía en su pecho y ha dicho que rezaría un Padrenuestro por nosotros. Hemos acelerado el paso a seis patas mientras escuchábamos su voz alta emitiendo la plegaria a nuestras espaldas.

En el piso he puesto la Sinfonía El Titán de Mahler en el equipo de música, mientras abría Las flores del mal de Baudelaire (que me prestó la chica de los ricitos a cambio de una novela de su compatriota Sergiusz Piasecki) por la página marcada con el punto de libro.

"Esta noche, la luna sueña con más pereza;
y al igual que una mujer hermosa, tumbada en cojines,
con mano distraída y ligera acaricia
el dibujo de sus senos, antes de quedarse dormida,
y desfalleciente, en el lomo satinado de aludes suaves,
a éxtasis prolongados y lánguidos se entrega,
y sus miradas pasea por las visiones blancas
que ascienden en el azul como floraciones."

He levantado un instante la mirada por encima de la montura de mis gafas para contemplar la pared vacía donde antes tenía la exposición permanente de pósters del Barça. Creo que hoy acababa la liga. Si no estoy equivocado, el Madrid se proclamó campeón la semana pasada en Zaragoza, porque vi imágenes de su presidente dando la vuelta al ruedo con saltitos de marsupial (como si participara en una carrera de sacos). Pero eso es agua pasada. El fútbol ya no es mi opio.

Estaba a punto de retomar la lectura cuando ha sonado el teléfono. Era mi madre. La vecina de toda la vida (de una edad parecida a la mía) salió de paseo en busca del tren que cruza la tierra de la niebla a media tarde. Y se dejó arrollar por él, bajo la lluvia, evitando con su paraguas la mirada bestial de los faros de la locomotora, según contó el maquinista a la policía local.

Se llamaba Mercè Artigues y era delicada, de piel transparente, cuando la recuerdo en la niñez tras el enrejado de su ventana a la calle. En el patio interior tenían una piscina con carpas y truchas que su padre pescaba en los ríos del norte, y que a mí me producían temor como si fueran tiburones, mientras ella se peinaba en una sombra. En ese pasado que ya parece tan lejano.

Muchas personas deben seguir ahora los partidos de fútbol, o escuchan música, o conversan después de la cena, o se acarician bajo unas sábanas con olor a lavanda, o pasean, o hacen planes para mañana. Hay luces en muchas ventanas desde el balcón. Y se escucha ese murmullo interno de la gran ciudad cuando el domingo finaliza.

Saab 93 Cabrio

Hay un anuncio que me hace olvidar la tortilla de patatas en el fogón y correr al sofá. Es de un coche de la marca Saab llamado 93 Cabrio. Los automóviles me dejan indiferente. Mejor dicho: no me gustan, y en los viajes por carretera siempre voy agarrado a la manilla superior, como un anciano. Pero sus spots suelen ser brillantes. En ese revolotea una mariposa atrapada tras un cristal, salta desesperada una orca varada en el mar finito de una piscina. Luego surge en pantalla el vehículo sueco liberado en una carretera. El análisis semiótico queda claro: si no tienes un Saab 93 Cabrio jamás serás libre. La canción del spot me tiene secuestrado y sólo Ilse podría decirme de quién es. Aunque, ahora que asiste a conciertos con un tal Jesús Mariñas, le va a faltar tiempo para hacerme ese favor.

Recuerdo cuando era estudiante y llevaba viejos VHS a su residencia de estudiantes para analizar publicidad televisiva con un mallorquín. En teoría hablábamos la misma lengua, pero nos cansábamos de no entendernos y pasábamos al castellano. Era un tipo tranquilo y detallista llamado Francesc Fresno, que siempre me preguntaba por el equipo de fútbol de la tierra de la niebla, aunque estuviera en regional preferente. Mirábamos anuncios y anotábamos en la libreta su carga sexista o racista o política en esas mañanas templadas. Descifrábamos los mensajes como monjes en un monasterio, mientras recibíamos el sol tras los ventanales.

Cursé tres años de publicidad, sin que fuera necesario para aprobar la carrera de periodismo. Simplemente me gustaban sus materias, y las estudiaba a ratos perdidos en ese claustro con el isleño. Todavía despiertan mi interés los anuncios en televisión, radio o prensa. Los analizo para saber cómo han llegado a la conclusión de emitir esa historia para transmitir un mensaje que convide a la compra. A menudo, me gusta imaginarme como un publicista. Tras una imagen potente, recogida en el día a día, busco cimientos y tabiques para levantar un mensaje consumista.

Recientemente vi en el paseo de Gracia a un japonés (les distingo perfectamente del resto de asiáticos por sus rasgos más afilados, pero también por su estética copiada de un cómic) comiendo caracoles con su flequillo inconfundible de la generación Hentai. Su modernidad oriental se mezclaba con nuestras tradiciones occidentales mientras lamía la cáscara del gasterópodo y su pareja le sacaba fotos. ¿Para qué anuncio podría servir esa escena?

Recientemente vi a una pareja de enamorados, que salían de la ceremonia de boda agarrados del brazo para siempre o temporalmente, según dicte su destino. Vestían en un blanco y negro antiguo. Frente a la iglesia, se detuvieron para contemplar el accidente de una moto conducida por un personaje que habría podido aparecer en Yo soy la Juani contra un coche de segunda mano manejado por un árabe. La larga cola del traje de la esposa estaba a punto de entrar en contacto con el aceite del asfalto, cuando alguien la retiró. ¿Para qué anuncio podría servir esa escena?

Recientemente salí a pasear por la tierra de la niebla, y encontré un campo sin cultivar en el que vi asomar las orejas de tres conejos silvestres entre la mala hierba. Ellos también me miraron un instante, antes de escapar corriendo hasta el hogar que habian okupado bajo los troncos de unos manzanos arrancados de la tierra, que permanecían aparcados en medio de la finca. ¿Para qué anuncio podría servir esa escena?

Le he contado la novedad a mi sobrino por teléfono:

-Saps on anem a plegar caragols?
-Sí.
-He vist que hi ha conills, amb unes orelles molt grans.
-Oooh! Quan hi anirem?
-Aviat, no farem soroll per no destorbar-los. Ens treurem les sabates i caminarem de puntetes.
-D'acord tio. I els podrem agafar?


El pequeño Hayden va a ser un tipo imaginativo. Intento acariciar su sensibilidad con historias sorprendentes, y creo que lo consigo porque siempre me busca para salir de aventuras por la vida.

Es agradable imaginar anuncios a partir de una imagen. Thaís me hizo sonreír el otro día con una de ellas. Me contó que de pequeña, cuando tenía ocho años, soñaba con ser azafata de vuelo "hasta que mi diente se cayó, y me puse a llorar porque nadie iba a querer a una azafata sin diente".

Da para un anuncio tierno. ¿De qué podría ser?

Negocios precarios

Mientras el Roto, que dibuja como nadie esa realidad cruel cotidiana en las páginas de El País Domingo, quizás imaginaba a los marineros del remorcador catalán Montfalcó en alta mar sacando con sus cañas de pescar a veintiséis inmigrantes del agua, heridos de muerte por los anzuelos de la vida (si no lo has pensado te regalo la idea, a cambio de lo que me has hecho disfrutar estos años en que sigo tus viñetas), el fondo de inversiones de alto riesgo Cenaurus Capital, que opera desde las Islas Caimán, contrataba al viejo inspector de hacienda José María Aznar como asesor.

Con su melenita de rey León, el mariscal español sabe ganarse la vida. Pero siempre le imagino noqueado en el suelo, después de que un antiguo compañero de piso le tumbara de un portazo a la salida del cuarto de baño, mientras ese señor bajito visitaba la empresa de informática en la que mi amigo trabajaba. Así le veo siempre: KO frente al WC.

Jamás conseguí participar en un fondo de inversión, ni hacerme rico por mi cara bonita. Al contrario, soy pobre. Este fin de semana he tenido dos propuestas de trabajo. La primera de un programa nocturno de una emisora de radio catalana. Lo conozco y me encanta: Una nit a la terra. Cada día tratan un tema relajante. Este lunes hablarían de "las casualidades". Una de sus productoras llegó a mi blog, leyó lo que había escrito sobre ese tema y me invitó a participar en antena. Sería por teléfono. Me alegré por la propuesta, porque es sabido por todos que las tertulias audiovisuales y radiofónicas se pagan bien. No pretendía cobrar los tres mil euros de Sábado Dolce Vita, pero confiaba en una tercera parte. Lo comenté con Ilse, para saber qué debía pedir por mi participación. "Nene, ¿vas mamado? Un programa de radio, nocturno y encima en catalán... Con suerte no te van a pedir que pagues tú". Mandé un email al programa excusando mi participación.

La segunda propuesta era para escribir un cuento infantil para el sobrino de una persona que me cuida. Estaba a punto de preguntarle si quería el presupuesto por palabras o por páginas, cuando me agradeció que lo hiciera sin pedir nada a cambio. Me senté frente al ordenador el sábado por la tarde, dispuesto a sacar piratas de mi sombrero de copa, como si fueran los conejos de un ilusionista, pensando en lo que le gustaría leer a un niño de siete años.

Disfruté imaginándome la historia para el pequeño Nick que busca el tesoro que había perdido su madre en el cuento, mientras unos africanos eran repescados de la muerte en alta mar y el antiguo inspector de Hacienda sonreía debajo de su bigotillo en ese paraíso fiscal que lleva el nombre de un reptil.

Ha sido un trabajo por amistad. Son los mejores. Hoy, me ha llamado esa persona que me cuida para decirme que le ha gustado el relato, aunque propone ciertos cambios que lo van a mejorar mucho. "¿Y qué tal tu fin de semana?", me ha preguntado. Hubiera podido decirle: "Aquí, escribiendo". Contarle que he sido feliz imaginando la historia infantil, porque me relaja redactar mientras escucho a Rufus Wainwright o a Billie Holiday cuyas canciones inundan mi piso de fantasía; pero me he inventado un sábado y un domingo de fiestas salvajes para no parecerle demasiado aburrido.

Aparte de poner una palabra detrás de otra, este fin de semana también visité a un viejo compañero, que siempre está por mí. Es el mar. Me ha prometido que el día menos pensado, subirá él a verme hasta el barrio de Gràcia, por el cambio climático. Con sus olas de veinte metros, violentas, que van a barrerlo todo. Pero ha asegurado que me va a respetar, porque una vez escribí un cuento para él, gratuitamente. Y le gustó.

De todas formas, ese cabrón me va a sobrevivir. Y dentro de mil años, seguro que no se acordará de mí.