Frontera sur

Hace tiempo que me apetece la vida tranquila, sin grandes sobresaltos; acaso monótona. Cumplir años normalmente significa adoptar una postura cautelosa ante situaciones, espacios o personas que puedan romper la agradable rutina. Por eso, a partir de las diez de la noche procuro no cruzar la avenida Diagonal en dirección mar. Detengo mi paso en Jardinets de Gràcia ante la elevada verja mental que se eleva allí en horas nocturnas, y me doy la vuelta. Es mi frontera sur.

Vecinos del barrio que se han atrevido a omitir las vallas -y que han regresado para contarlo- nos han narrado, mientras recuperaban el ánimo con una copa de brandy entre la neblina opiácea de la taberna cercana a mi apartamento, lo que sucede en el sur.

Con mirada perdida y expresión atormentada, todos coinciden en detallar a marineros norteamericanos embriagados por La Rambla, con sus buques de guerra atracados en el puerto civil, bailando claqué al estilo Gene Kelly; a mujeres de colores abriéndose la blusa ante hombres solitarios, para mostrar la ausencia de ropa íntima; los carros de caballos ocupados por hijos de buena familia que señalan con la puntera de su bastón la fachada del Liceu a sus amantes consentidas; los diálogos a punta de navaja entre rufianes y sus contorsiones de cintura para esquivar el filo del acero contrario, al estilo de las coreografías de Sol Picó; las parejas formadas al azar de la noche besándose obscenamente en los labios a exposición pública; los locales que sirven absenta; los traficantes que despachan daturas, beleños y hongos visionarios; los ladronzuelos árabes que dedican su infancia a arrancar la cámara desechable de los turistas para correr por las callejuelas entre sus nuevas kasbahs.

Estoy a salvo de aventuras innecesarias en mi apartamento cerrado con doble vuelta de llave desde el interior. Allí trancurre mi vida programada en la comodidad, sin grandes altibajos. No tengo costumbre de mirar muchas horas la televisión, y menos si se trata de series violentas. Pero el verano pasado me quedé atrapado por la cuarta temporada de 24, producida por la cadena conservadora norteamericana Fox. Son veinticuatro horas en tiempo de filmación real, en las que un agente especial estadounidense debe resolver un peligro que amenaza a sus conciudadanos. Este mes de agosto han comenzado a emitir la quinta temporada, y absorvo tres horas de absoluto furor agresivo cada domingo.

Jack Bauer despierta mi parte más oscura. Es un tipo seguro y efectivo, que mata o perdona vidas por el bien de la patria norteamericana (sin Canadá). También me atraen los juguetes tecnológicos que emplea en sus batallas. Incluso me he descargado el politono de su teléfono móvil (que anuncian en los intermedios de los capítulos) para ponerlo en el mío. Estos días, ando siempre con pinganillo en el oído como Jack. Él recibe órdenes de la UAT (Unidad Antiterrorista) y yo información deportiva de RAC1. Pero los paseantes no lo saben; y con el rabillo del ojo, quizás me confunden con un agente especial en lucha contra los malos.

No soy Bauer; aunque me gustaría que intercambiáramos vidas al menos durante veinticuatro horas cada verano. A él le interesaría calmar su vorágine vital en mi sofá con estampado étnico; y a mí no tener que cerrar la puerta con doble vuelta de llave cada noche, y profanar la vieja verja imaginaria de la Diagonal.

Estoy de vacaciones en el domicilio Hayden. Mantengo el objetivo de encontrar la botella de whisky y el revólver con el gatillo oxidado del sargento. Si lo consigo beberé un trago, quizás dos o tres; esconderé el arma en los pantalones que me van anchos desde que he perdido peso. En el espejo, me miraré a los ojos con frialdad y me preguntaré -le preguntaré-, antes de salir a la calle para cruzar mi frontera sur y limpiar la ciudad: "¿Me estás hablando a mí? ¿Me estás hablando a mí? Entonces, ¿a quién demonios le estás hablando? ¿Me estás hablando a mí? Bien, yo soy el único que está aquí ahora mismo ¿A quién coño te piensas que le estás hablando?" (como Travis Bickie en Taxi Driver).

Entonces me tomaré el pulso y, si no anda desbocado, estaré preparado para superar los miedos adquiridos con la edad y pretenderé aventuras en solitario -como Jack- en la noche. Aunque... no sería mala idea contar con el apoyo logístico del hombre sin suerte, ambos vestidos de negro y con auriculares (sincronizando el mismo programa deportivo); y pasear protegiéndonos los pasos en dirección al Maremágnum. Bailando claqué acaso conseguiríamos que las nórdicas se fijaran en los agentes especiales autóctonos de oscuro y con escuchas en los oídos, entrenados para salvar a la humanidad barcelonesa a base de pasar veinticuatro horas con Bauer cada verano.

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