La caja de música

En la época universitaria compartía piso con otros tres tipos. La descompensación hormonal nos exigía comportarnos como machitos, con nuestras botellas de alcohol y las revistas sucias.

Todos hacíamos eso, menos el biólogo. Cada noche, antes de dormirse, abría una caja de música porque le recordaba los latidos de corazón en el vientre materno. Lo manifestaba sin sentir vergüenza. A su espalda, reíamos como locos, poniendo en duda su masculinidad.

Es el único de nosotros que ha tenido hijos. Seguramente les contará, cuando crezcan, que conoció a fantásticas mujeres de Alemania o de Kazakistán, en sus viajes; les abrirá su maquinita musical para que sientan el eco del recuerdo de una abuela que vivió junto a la granja de los caballos, hasta que su corazón dejó de latir; les pedirá que nos saluden en el cruce por las calles de la tierra de la niebla, con amabilidad y sin rencor.

Ha concebido a dos niños guapos, mientras sus masculinos compañeros de vivienda continuamos bebiendo aguardiente en las barras de los locales. Haciéndonos los machitos.

Esta noche, Paloma me ha regalado una caja de música porque se alejará unos meses del Turó Parc para cantar en otro país, y porque pronto cumpliré años.

Es un objeto lindo, con mariquitas adheridas. Si le doy a la manivela, la caja late y la vida es mucho mejor.

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