Intolerancia

El semáforo frente al restaurante Indochina estaba en rojo para los peatones el miércoles al atardecer. No me perseguía nadie, y el Turó Parc tardaría una hora en cerrar sus portalones. Así que aguardé la luz verde aunque no circulara ningún vehículo, como aprendí en el país del norte.

Una anciana se detuvo a mi lado con un pacífico señor Gris. Me dirigió la palabra para explicarme que se había fijado en mi manera correcta de caminar por la zona derecha de la acera, y felicitarme por mi paciencia antes de cruzar la calzada. "Usted es un hombre de orden -halago que jamás había recibido-, y quedan pocos que sepan comportarse con urbanidad". Tenía una mirada viva de tonalidad grisácea y la voz firme para criticar la agresividad de nuestros conciudadanos, el poco respeto a los mayores, el incumplimiento de las normas de tráfico, la suciedad de las calles, el carácter incivilizado de las nuevas tribus en esta jungla de asfalto.

Procuré ser cordial:

-Su perro también parece un animal de orden; normalmente esta raza es nerviosa.
-Está usted mal informado. Los perros adquieren el carácter de sus dueños, igual que los niños imitan a sus padres.

Según su teoría, la incivilidad de los jóvenes era fruto de la carencia de la figura materna en el ámbito del hogar. "Ahora las mujeres prefieren ocupar puestos de trabajo en las empresas, contratar servicio doméstico y entregar en exclusiva la educación de sus hijos a profesores estresados por el carácter difícil de los alumnos".

También el poder político fallaba, por ineptitud a la hora de aplicar mano dura contra los incorrectos. Ya lo comentaba como tertuliana en la radio de los obispos a principios de los noventa. "Esta ciudad no ha vuelto a ser la misma después de Franco", aseguró a sus setenta y siete años aquella mujer todavía atractiva, que se presentó como Mercedes Llanas en esa noche de miércoles. Me dolía estar de acuerdo con algunas de sus ideas, mientras observaba mi viejo Seiko para constatar que llevábamos una hora mirando alternar en rojo y verde el muñequito del semáforo, allí aparcados en nuestra correspondiente zona derecha de la acera.

Nunca he sabido acabar una conversación cuando ha dejado de apetecerme. Me despedí de ella mil veces, pero siempre armaba una frase para regalar mi nueva condición de ciudadano modélico, del estilo: "Hay pocos jóvenes que se entretengan a hablar con una persona mayor". Llegué al Turó Parc pasadas las diez, con la esperanza irreal de que el cuidador de los jardines se hubiera tropezado con otra señora Mercedes que retardara el cierre de las verjas.

Retorné al hogar, recordando el monólogo del club de la nostalgia que me regaló aquella persona extraña. Encendí el ordenador para imprimir la declaración de la renta. Estaba a punto de salir la hoja inicial del modelo D-100 cuando la corriente eléctrica se marchó de vacaciones. En escasos segundos escuché la primera detonación de un artefacto, luego el sonido de cristales rotos. Desde el balcón, pude ver a unos encapuchados incendiando una barricada de neumáticos en medio de la calle. La columna de humo espesa entró en mis pulmones y en el piso, antes de que alcanzara a cerrar las ventanas; mientras los vecinos intentaban apagar la combustión con cubos de agua y mangueras desde las terrazas.

Los autores eran esos tipos que deambulan desde hace tiempo por el barrio con sus madres atadas con cuerdas, a su mala sombra. El miércoles les fastidió que una orden judicial les obligara a abandonar la antigua fábrica donde organizaban fiestas de pago hasta clarear el día. En pocos minutos, y de manera guerrillera, formaron empalizadas con contenedores de basura, cruzaron coches en la calzada, incendiaron ruedas; para dejarnos su recuerdo eterno. También destrozaron las lunas de las sucursales bancarias en las que sus papás pagarán abogados que les defiendan en los tribunales acusados de vandalismo y desorden público. Después desaparecieron como cobardes, abandonando el caos tras su carrera.

A los treinta minutos apareció un camión de bomberos, para certificar que su trabajo ya estaba hecho. Algo después, acudieron las primeras unidades de la policía municipal. Una señora criticó su tardanza con gritos de gandules, viejos, gordos, cobardes, canallas; y su aspecto físico no podía desmentir alguno de los adjetivos.

Bajé a la calle mientras se ventilaba la vivienda, para cruzarme con los impresionantes antidisturbios de negro, protegidos con corazas y exageradamente armados contra unos delincuentes que hacía rato que contaban sus hazañas en otras casas ocupadas de la ciudad. Había corrillos de vecinos en cualquier esquina, junto a restos de destrucción. Una madre atendía a su pequeño de unos siete años.

-¿Por qué hay tantas luces de policía y bomberos?
-Porque unos chicos no tenían vivienda y entraron en una casa vacía. La limpiaron y la abrieron a toda la gente. Y ahora, les dicen que no pueden quedarse allí más tiempo, y se han enfadado.

Antes de llegar a la metrópolis, era una persona pacífica. En la tierra de la niebla, nos saludamos sin conocernos levantando una mano al cruzarnos en bicicleta por los caminos rurales. Jamás nadie ha formado barricadas en la calle de las librerías, ni ha habido muertes violentas desde la antigua guerra. En Barcelona tuve tres atracos en los primeros años de residencia, y tampoco el hombre del saco respetó el santuario donde residía entonces para largarse con mis objetos.

La última experiencia conflictiva fue hace dos veranos, en las fiestas del barrio. Un tipo con la cabeza rapada lanzó una botella de vídrio contra mi muslo derecho, causándome un hematoma de quince días. Era joven y de escasa consistencia física, así que me atreví a pedirle explicaciones. Me dijo que no le rallara porque no era su padre, y se puso a reír con sus amigos calvos, para despertar con sus carcajadas la bestia que duerme en el interior de todos nosotros. Le agarré por el pescuezo y el cinturón y le estampé violentamente contra una pared. Le hice daño, pero no me dolió. Tuve suerte de que sus compañeros respetaran mi espalda, seguramente confundidos ante alguien que se había cansado de su idiotez. Plantándoles cara, su comedia aburrida se acabaría para siempre; porque ellos son pocos y nosotros no.

Los antidisturbios rondaron por las calles hasta la madrugada. Fumé un cigarrillo en el balcón, espiando la charla de una pareja de mossos d'esquadra en la acera de enfrente. Ella lucía una simpática coleta bajo su gorra de plato, y él era un muchacho espigado. Dibujaban pasitos de Charlot con sus pies, mientras compartían ideas o había divergencias. En voz baja para no despertar a los vecinos desvelados. Parecían más predispuestos al enamoramiento que a guardarnos de los desastres.

0 comentarios: